viernes, diciembre 30, 2005

Occidente -arritmia y otras fallas 3-

A pesar de todo, detrás de los pétalos cardinales esta el mundo.
Occidente, con toda su grandeza, no es más que un fragmento, una parte del todo que clama por todo. Unidad de frágil cohesión que cede al más mínimo roce o tensión. El fragmento se fragmenta pero el mundo conserva sus gigantes; estos fanfarronean, conspiran, se pisan la cola y se ofrecen disculpas; a veces mutuamente. Otras veces se juntan y se dividen los ideales; las creencias se llevan al paroxismo y los pechos se inflan a la par de las banderas, los puños en alto fuertemente apretados, y los pies firmemente plantados sobre los menos afortunados; cada quien de su lado o de lado y todos entonando similares himnos a la fraternidad. Los sentimientos afloran entonces y las patrias cobran importancia en relación directa con el número de sus muertos. No hay gloria para los vivos. Para ellos, en cambio, se componen las canciones y los festejos; un pequeño lapso de tiempo entre encuentro y encuentro. Se inventan las fiestas, ¿por qué no? cualquier motivo es bueno para dejarse llevar por el corazón. Cualquier causa es idónea para llevar los impulsos y los sentimentalismos, los pensamientos y las condescendencias, al más completo paroxismo. En verdad me gustaría saber: ¿dónde termina y donde comienza el circulo? La respuesta no se encuentra en los registros de ninguno, pues a pesar de las coincidencias –aquellas a las que se ha llamado conocimiento- no estoy seguro de que todas concuerden con todos.
Y otra vez las sentencias, otra vez los proverbios; otra vez los fatalismos, pero no te preocupes, hace apenas un momento acabo de caer en cuenta de que en verdad cada cabeza es un mundo. No sé si me entiendas... no tienes por que hacerlo; pero sucede que a mí el mundo se me aparece de diferente manera. Trato de hablar de occidente todo sin parar un momento en su más pequeña parte que es cada uno. Tratando de hacer comprender los catárticos versos solamente fui minando mis fuerzas. Ahora, arrastrado hasta este estado de casi desesperación, doy bruscos giros de cervicales para encontrar la luz que guíe mis pasos, la dirección a la cual enviar gritos o pequeñas muecas, agito mis manos y doy saltos tratando de dirigir la atención aunque fuese sólo un momento, cuando lo consigo no encuentro nada que decir, nada que hacer; y es que entre tantos y tantos ya no encuentro diferencia a pesar de su innegable presencia. ¿¡Es acaso que no pertenezco a este lugar!? No, no es eso, es el agobio de la irrepetible consecuencia. Es el caer en cuenta –de la misma forma que las piedras caen al río- que la diversidad acusa de presencia, ya sea que se tome en cuenta o no. Quiero decir con todo esto que en verdad todos somos diferentes, que la vida se sucede para todos de manera diferente aun que haya veces en que las coincidencias y las circunstancias nos lleven a conocernos unos a otros. Todos nacemos y todos morimos, los causes seguirán su marcha y los hombres continuaran su milenario curso sin poder evitarlo. La historia sigue y con ella todos los motes inventados en su transcurso, Oriente y su contrario; Occidente, Occidente, Occidente siempre presente. No sé si existe el destino, en verdad que no tengo la energía ni el deseo de tratar de averiguarlo. Sólo sé que aquellas idas y venidas, aquellas sorpresas que nos deparan las vueltas en la esquina pueden resultar agradables o no sin que podamos hacer nada por evitarlo, o casi. Por que entre todas aquellas cosas que podamos evitar no se encuentra la incomprensión de nuestros congéneres; tal es una utopía. Si alguna vez llegaste a pensar: “Es que no me entiende”, permíteme decir que esta de más el que te agobies por ello, lo que es más, te ahorrare el misterio: tienes razón. No te entienden, no me entienden, no nos entendemos, y no importa; por que siempre ha sido así, sólo que nadie lo admite de manera abierta. Diré entonces que nunca supe como sobrellevar la carga, no pude relacionarme con las personas, por que las personas no entendían el por que de los por que. Por ese entonces yo no caía en cuenta, no todavía... por lo que seguía tratando.
A pesar de la inútil lucha, a pesar de la rendición, a pesar de las penurias y del barro que tiene un gusto amargo en la boca, no pude relacionarme con la gente. Mía nunca fue la costumbre de hablar. Así es por que así siempre ha sido. No entiendo, no logro hacerme entender, no nos entendemos. Antiguamente, las palabras se escribían juntas, ello dificultaba la lectura, y ese estilo, ese problema, tenía un nombre: Koine, común; común del cual derivan comunidad y comunicación; del que proviene un sistema confuso y dable a mil interpretaciones y millones de interpretadores ¡Vaya con la ironía! El caso es que ahora las palabras se encuentran separadas entre sí, y ese espacio es suficiente para que un abismo se abra entre nosotros. Insoldable intersticio entre términos que forjan una cadena de comunicación incomunicable, ¡Que risa de sistema! Entre muros y palabras se encuentra la gente, no sé como describir el estar acorralado entre las palabras y las cosas. Ciertamente quedan los resquicios, aquellos por donde las narices apenas asoman y olfatean, tímidamente, tratando de adivinar que hay enfrente. Y estamos nosotros, imagina la escena: mirándonos y olfateándonos para poder nombrarnos después. Índice o breviario, pareciera que este es un mal necesario, que de hecho lo es. Lo es por que sin nombre nadie da constancia de los actos o de las omisiones, no queda registro y todo cuenta, todo cuenta; cuenta la intención y el olvido, la determinación o el descuido. En mi boleta llena de manchas y correcciones se puede leer un casi obituario. No existe la costumbre de mi timbre y así sigo, entre seña y tacto, voz y silencio; llenando los papeles con comas y puntos suspensivos...

Pero no importa, no importa cuanto pueda decir o gritar, cuantas páginas se llenen con las miles de quejas o reflexiones, con las múltiples descripciones o crónicas; difícilmente se encontrara eco en los millones de almas que conforman este mundo tan irracionalmente dividido, por lenguas o confines territoriales; por hegemonías o carencias; o por el lado por el que sale y/o se oculta el sol. El mundo no sólo es vasto sino también infinito, limitado por la necedad natural del hombre o tal vez por su instinto. Así, entre el mundo, sus direcciones, el hombre, la lengua y el instinto, ya no sé a donde dirigir mis pasos, ya no encuentro camino, y pensar que las brechas se abren interminables frente a mí. Son las sendas de las miles de interpretaciones marcadas por los millones de interpretadores; la mía parece una más. Ahora comprendo un poco la intolerancia, la contrariedad de las diversas opiniones, la disposición a la pelea por ideales que ni siquiera se conocen a ciencia cierta –por no esperar a que se diga que se comprenden cabalmente- Ahora sé que en verdad podría matar a cualquiera que llegara a tratar de contradecirme, que podría despedazar aquella visión que no abarque en alguna forma mi perspectiva de las sucesiones temporales que se suele llamar vida, pero no tengo derecho a ello, ninguno. No puedo afirmar los errores o los aciertos, no puedo clamar verdades o refutar afirmaciones, por que mi visión no es la misma que la tuya; o la de aquel hombre que se levanta temprano todos los días para luchar por la supervivencia; o la de aquella niña que se pinta la cara y sale a hacer malabares a mitad del viaducto; o la de aquel chico que nació al último y siempre hace lo que quiere por que es lo que siempre ha hecho, y que nunca le ha faltado nada por que nada hay que no pueda comprarse, y que cree que la vida es dulce por que no ha tenido que salir a lidiar con las miles de interpretaciones, o a hacer malabares en algún crucero esperando que las luces no cambien demasiado rápido, o a tratar de darse a entender por medio de términos demasiado usados y con un sistema supuestamente organizado... No puedo, no me alcanzan las palabras, no me basta el mundo. No me sobran energías para seguir tratando, pero ya no puedo detenerme. Que importa que el mundo sea tan chico y tan basto, que importan las declaraciones de los demás, no importa que como tu sólo exista una persona y sea la que miras todos los días al espejo. Alégrate, es cierto eso de que eres un ser único e irrepetible, que puedes reconocerte en tu reflejo y no salir corriendo cuando miras al espejo; que puedes – ahora al menos- salir a la calle a dejar de preocuparte por tratar de cambiar al mundo o de hacerte entender, poca gente lo hará realmente. Sin embargo, no es dable tratar de mantener una actitud de desenfado existencialista ante los otros –sean muchos, pocos, o el resto del mundo- esas no son más que mascaritas que la vicisitud se inventa y la idiosincrasia fomenta, meros productos de un hábitat; que estoy hablando de occidente a fin de cuentas, en su muy particular, y plural, y general forma.

Por lo que, a pesar de la capacidad integrativa de la comunidad –hablo de esta parte del mundo- no quedas regida por las pautas de comportamiento, y no te atienes a la actitud comunicativa de los grupos, y el sistema no funciona para ti, entonces no juzgues; no sermonees; no prediques con verdades sustentadas en un absolutismo fácilmente abolible por la relativa verdad de los demás; no culpes –carga tu propio saco- tampoco pretendas ser diferente, es obvio que no somos iguales. Créeme, no teorices o lamentes perdidas que tal vez eran inevitables, no reniegues de tu situación en el mundo ni te aferres tanto a algo cuando de hecho lo has perdido; y jamás, jamás pienses que tus palabras son dogma, pues la razón te acompaña en la misma medida en la que estas equivocada.

Créeme, así pasa siempre en Occidente... y en el resto del mundo.

Créeme.
Y no me creas.

jueves, diciembre 29, 2005

Occidente -arritmia y otras fallas 2-

A la espera de nuevas cosas se encuentran cosas que esperan el momento en que se les considere nuevas; la paradoja no es tangente, sin embargo, es y fue impuesta hace ya tanto tiempo que cualquier otro estado parece fuera de lugar. Los manifiestos se transfiguran y aparecen como nuevos dogmas sin la calidad divina de estos. Nueva exégesis, introito decano, simple desencanto ante las formas que de tan vistas han perdido forma y han dado figura característica a este lado del mundo. Este lado es el resultado de las evasiones o las ilusiones, y la arrogancia, presuntuoso ideal por formar algo nuevo cuando antaño se advierte: “no hay nada nuevo bajo el sol”. ¡Que hilaridad! No es nueva la certeza de que existen quienes se consideran cultos o enterados milenarios; son aquellos que con unos cuantos proverbios en mente lanzan concepciones definitorias y colectivas del mundo sin dejar nada en claro, y, adaptando las palabras a la genialidad de su filosofía y sus supuestos, van inventando rutas a las llanuras o al centro de la luna para obligarse a vivir una vida mejor.
Más les hubiese valido encontrar dichas rutas, hallar el camino hacia el centro y una mejor vida; más les hubiese valido, a fuerza de necedades, convencer al resto del mundo que en verdad el mundo no basta, que siempre se hallan rutas catárticas para deshacerse del hastío y salvarse de la condena por accidia, pero la historia, entendida como tal, no deja de proyectarse ilimitada e indefinidamente. Los conceptos fallan y se señalan culpables que la misma historia no ha sabido redimir, y los sabios -unos cuantos- desdeñan las rutas y las orillas, desdeñan los sueños, las esperanzas; y lanzan proverbios que se vuelven la bandera ondeante a la derecha de la cruz: “no hay nada nuevo bajo el sol”.
Entonces, ¿no hay culpables? No lo sé, a veces parece que simplemente se señalan direcciones para hacer menos pesada la carga, pues en verdad el mundo, a veces, no basta. Este mundo, a veces, se aparece claustrofóbicamente muy pequeño.
Ante estos limites se trazan las fronteras y se dividen los botines, junto con ellos las expectativas; tal ves los ancianos simplemente están amargados, tal ves la visión que les dejó la negra luz de cierto mediodía mancho su lengua y marco nuestro estigma, impuso la imagen y con ella, el insulso respeto, pero, pragmáticos a fin de cuentas, rendidos a los insultos, a las reglas, a las obligaciones, tomamos como verdades a medias o mentiras completas todas aquellas expresiones -ya sea que formen parte del folclor o no- que se hayan repetido las veces suficientes para ser tomadas en cuenta y catalogarlas como conocimiento. Es la semejanza, la casualidad que hace surcos; la repetición intermitente e inminente indica –tal vez- que aquello que ha sucedido antes puede volver a pasar, entonces, los observadores enfrascados en la comprensión del mundo, fatalistas empedernidos y de basto vocabulario dictan pequeñas y simplistas frases que envuelven y conmueven a la comunidad por su perenne contundencia.

Así, con la frase acuñada y colocada sobre un pedestal se fraguan los métodos y las rutas a seguir para “comprender el presente y proyectar el futuro”; el pasado visita al nuevo pasado –que es nuevo a pesar de las apariencias- para dar prueba del peso de las sentencias, para, con ayuda de estas, crear sentencias nuevas que den fiel muestra del interminable circulo de memorias hacinadas que resulta esta historia. Sabios, fríos por causa del entendimiento o del miedo, sin sorpresas no tiene caso recorrer la finísima senda de plata que separa a los cuerpos tangibles de los que no lo son, o al menos eso se dice comúnmente. Comúnmente también se mezclan los roces entre el prójimo para no enfermar de misantropía, pero no es común aceptar que no haya nada nuevo bajo el sol. Cuan triste es el mundo si las cosas sólo suceden una vez y suceden para siempre, cuan vacío; cuan terrible es mirar la situación actual y caer en cuenta que es la misma que hace dos o tres milenios, o cuanto tiempo tenga este hermano sobre la tierra. No digan: “así siempre ha sido” que se me pudren los oídos de tanta blasfemia, no lo digan. No reafirmen la animalidad del hombre en frases vanas y de tan vacíos vocablos, no concatenen palabras con hechos; no me pidan que baje la cabeza y siga mi camino, pues lo más seguro es que a la vuelta de la esquina me encuentre con algún caníbal o abominable engendro exitoso ricamente ataviado en el ir y venir del furor citadino –enteramente occidental- con el trasero orgullosamente erguido y descolado, andando aprisa por que se le acaba el tiempo más no el ciclo, ciclo de bestias dispuestas a armarse antes de consolar a las famélicas madres que se mueren de hambre y fe.
Las yugas son terriblemente largas y la comprensión tan pequeña. Unos pocos se agremian y comparten ideales, forman pequeñas islitas elitistas, celosos de su lugar y su mote, que luchan por permanecer en la memoria colectiva más como aquellos que aguantan castigos con entereza que como los que hacen la diferencia; de nada sirve el drama, o la información, o todas las riquezas materiales o cognoscitivas si no bastan para desarmar esta máquina tan perfectamente anclada, tan amarrada al sistema, enterrada a profundidades que sobrepasan las de nuestras raíces. “Y es la historia” me vienen a decir, “es resultado del proceso histórico” ¡Patrañas! Entre la historia y las inexistentes novedades bajo el sol se van juntando “las piedritas en el costal” El peso lo llevamos todos, y de esa manera, el mundo –ya no digamos occidente- se sume en confusiones que sólo desatan la ira de la colectividad. Mundo sumido en depresión y dudas existenciales, vaya mundo tan subdesarrollado.

Triste ironía, sin más remedio que seguir el rumbo de la historia estamos apartados de la historia, y pensar que somos parte de occidente y sus maneras... Casi todas ellas. A pesar de la pobre modernidad a la que nos hallamos condenados, sobrevivimos mimetizados, adaptados al clima y sus inclemencias, haciendo gala de la educación y la facilidad de la palabra, de la sonrisa y del mutismo. El ingenio nos lleva al pináculo, nos adora, nos vuelve invencibles; pero cualquier giro basta para caer rodando de esa efímera cima; al final de la cuesta nos aguarda la comodidad de alturas inventadas por el ingenio de otros que temen a las verdaderas alturas, lamentablemente ahí nos refugiamos –y nos refugiaremos, quien sabe cuanto tiempo- Esa fútil trinchera nos manda aún mas lejos del flujo del tiempo pero no nos resguarda de sus efectos; esta tierra se hace vieja, tanto como las costumbres y la lengua, muy a pesar del continuo surgimiento de neologismos. Esta tierra se hace vieja y a pesar de ello los más viejos insisten en mantenerla apartada del lo que cómodamente se ha llamado modernidad, rechazada por algunos, adoptada por otros, pero que por encima de las concepciones se ha convertido en el salvo conducto del absurdo y la manutención de la paz. Ahora el ideal se conserva bellamente enfrascado. La paz, imperecedera, ya no es aquel inocente deseo de fraternidad tan acusado en el siglo pasado, ya no; de ella sólo se conservan las flagrantes faltas al gusto de unos pocos que antaño sentaron las bases para construir esta naturaleza tecnológica y malsana, esta modernidad. La paz ahora es el viático, el motivo, sustento de la razón caucásica, nada lejos del elitismo y el sentido de pertenencia. Una y otra vez son expulsados vapores que dejan en el aire el aroma a herrumbre de la pólvora y deja en claro que la razón se estrecha entre continentes y que la paz, tan en boga, sólo se encontrara una vez que se abandone cualquier noción de esta... la verdad no ayuda a nadie a comprender, pues existen tantas verdades como cabezas en este mundo.

De repente hay un descanso, es el fin del tiempo. Una noche sin más característica que ser la última de las noches pactada por el concilio del meridiano. Esa oscuridad transcurre llena de recuentos de daños y sensacionalismos... nada nuevo. La sensación de enfilarse inevitablemente a la nueva vuelta de rueda trae consigo la nostalgia por los días de juego, al alma acude entonces una triste palabra: nenemjliztli.
Apostado en la punta del cerro puedo ver todo el valle y sus alrededores; las sombras, nítidas a pesar de la oscuridad, dibujan un paisaje que de no ser por el adorno que confieren las miles de luces en tierra y cielo seria tan seco y burdo como el plúmbeo valle de todos los días, a veces ornamentado por una luz lechosa que dista mucho de ser natural. Esta noche es noche de fiesta; mi festejo es la retrospectiva. Ahí, de pie ante el frío correr del viento y del tiempo, me despojo de todas las memorias que puedan causar la apostatica repetición de sucesos que den lugar a algún proverbio; me despojo de lo que es ajeno y de lo que creí mío; veo cuan profundo puede entrar la imagen y cuan vacío puede estar uno; veo, inevitablemente, cuanta vida puede albergar el duro concreto y la tosca bombilla, si es que platicando con las paredes o los focos estos se pueden llenar, de alguna manera, de vida. Las fronteras persisten, las esquinas no tienen más historia que contar que aquella lucha o luchas que se libraron en sus alrededores. Las páginas, los números, los lugares están llenos de sangre y la incredulidad impera a pesar del hedor. Un jardín de rojos fulgores se vislumbra en el horizonte, un violáceo color lo ilumina y el silencio se rompe por cientos de truenos en rededor, es la guerra o el furor festivo... da igual; una nueva ráfaga de aire cala mis huesos y me obliga a contraerme, minimizarme, llevarme a la cada vez más pequeña expresión de la materia para, con ello, saber a donde me conducen las silabas de esta antigua y desusada palabra, entonces voy más atrás del castellano, un paso antes de la joven muerte de un imperio pretenciosamente universal, sólo para ver que efectivamente hay un abismo en el espíritu y una incesante caída. “Es la historia, hijo” Si, y es también el hombre, el hombre y sus costumbres, sus ideales, y sus errores que llenan este momento de por sí lleno de muerte. El horizonte antes descrito es marco del fin y también testigo del nuevo día, del nacimiento, y del conglomerado de muertes que edifican y sostienen esta modernidad, que han escrito esta historia. La noche de año nuevo marca la ineludible ruta de destrucción que ha de seguirse sólo por que la naturaleza se aparece tan artificial y manipulable ante el humano. El mundo se ha convertido en campo de un sádico juego, y la rueda que no deja de girar. El círculo vicioso encuentra el punto en el que la historia termina y empieza; vivir es a morir como la paz es a la guerra. Maldita relación, la proporción deja en sus diagonales una vacua sensación de cansancio. Mi mente, rendida, acude al abrigo de autores muertos y lanza gritos de auxilio, sólo uno responde al llamado: Apollinaire, sus palabras llegan heladas y dan comienzo a una muerte que se parece al sueño:

“Al fin estas cansado de este viejo mundo”

Si, estoy cansado, sin embargo, quiero quedarme un poco más. Quiero ver con mis propios ojos la renuncia a las cosas del hombre; quiero quedarme a superar el miedo a los nuevos monstruos, tan naturales como el amor o la moral; quiero poder apostarme de nuevo en esta cima y no experimentar cada amanecer como un sinsentido sinfín del curso histórico; quiero poder decir, cuando llegue el momento, que he vivido y no que sólo fui partícipe del flujo del tiempo y de las circunstancias. A mi alma llega de nuevo esta palabra y por fin comprendo su sentido:
Nenemjliztli es vivir en vano.

Y aquí estoy, a pesar de mis esfuerzos, desnudo, temblando de frío y de rabia en la cima del mundo, contemplando los despojos del tiempo... y del hombre.

martes, diciembre 27, 2005

Occidente -arritmia y otras fallas 1-

De la noche a la mañana, los reflejos cambian aún cuando parezca que la imagen persiste. Es ese el instante del instante en que la conciencia crece durante aproximadamente un segundo o menos que eso. Idos, las formas se presentan tal cual son, los brillos de los ojos dejan ver la manera en la que se ha sido retratado; y justo cuando la comprensión comienza su trabajo de desengaño, el instante se acaba. Entonces vuelve a ser el reflejo simple reflejo del cascaron. El alma se vacía en el ritual de la presentación, el exceso de bello en el rostro no funciona para los tópicos. Así entonces, hay que salir a mostrar un rostro más no el cuerpo desnudo. Los atavíos siguen reglas no escritas, los comensales siguen reglas no escritas, los consumidores siguen reglas no escritas, los predicadores siguen reglas no escritas, y de esa forma, nos hemos inventado una tierra de nadie. Bienvenidos a Occidente.

Sin ninguna conciencia de los asuntos legales de los que no lo son, los pueblos se encuentran en eterna disputa por lo que debe considerarse como propiedad privada. Mío, tuyo, suyo o de ellos. Como quiera verse, todo sentido de pertenencia es el comienzo de los malos entendidos. Alguien debería pregonar que existe una regla no escrita acerca de la propiedad, aún que eso signifique la confirmación de la tierra donde manda una moral inexistente, o tal vez, una moral como los pasos del baile de moda: una simpleza de ritmos y compases que cambian más rápido que la dirección del viento. Irremediablemente sumidos en este estilo de vida nos veremos inevitablemente adaptados a los nuevos climas; con los vientos del sur nos volveremos toscos, irritables; el invierno será época de perdición, y al chocar con las grandes urbes, con sus innumerables esquinas, la dirección cambiara y se llevara a los que vayan más alto en la corriente a más altos niveles de intolerancia; quienes con algo de suerte corran en las corrientes más bajas pueden encontrar fugaces momentos de parsimonia; y, los que se hallan lejos de las esquinas, seguirán como meros espectadores de la política del dios Futon. Que fácil es encontrar pretextos para dejarse llevar por el corazón, los clichés se imponen de nuevo y presentan la forma del sentimiento ridículamente curvo y trazado en una hoja de papel. Ahí, en los papeles, en esa mínima parte de la materia, existimos, en ellos esta escrita y certificada nuestra existencia o no-existencia. Por eso volamos con el viento, por que a algún listillo se le ocurrió que los papeles daban fiel seña de las pertenencias y los sentidos del mundo. Cuan frágil es la estructura que nos sostiene, un poco de fuerza en el sentido correcto basta para partir en dos, o en cuatro, o en seis, todas las expectativas que de manera ilusa se han levantado. De este lado del mar no existe más deidad que la que tiene más almas entre sus manos.
Los nuevos dioses se encuentran en pugna, su mundo es campo de prueba para la supuesta voluntad del hombre. A casi dos mil años de historia tergiversada las corazonadas no han cambiado en absoluto y quienes se encuentran entre las respetuosas y siempre conformes mayorías cumplen a la perfección el papel de espectadores que la antología de memorias filogenéticas –llamada historia- les a asignado. Esta situación de numerosos actores delega a la vida al papel de una película de serie B; no conozco a los directores, o a los productores –o mejor dicho, no me gustaría reconocerlos- pero debo continuar con el continuo rodaje amarillista que marca mi contrato. Siendo un extra estoy a disposición de los cambios que el guión amerita, puedo fingir ser un patriota, que soy un mendigo; puedo tomar el papel de ingeniero o arquitecto, o el de un simple obrero; puedo fingir que soy tan sólo un analfabeta de los llamados funcionales; puedo fingir que soy una mujer, o un homosexual; puedo reír o llorar sin diferencia ante las cámaras más no puedo fingirme feliz; puedo simular que estoy vivo, pero, por favor, no me pidan, jamás me pidan que finja que muero. Pues una vez que esta cámara registra una muerte no se le permite al actor volver a escena. Sin risas, es bastante saber que el tiempo tiene verdaderos limites si los dioses se ponen a jugar con los finos hilos que representan el ir y venir de los días, para –además- saberse burlado; las paradojas de la persona se hacen tangibles, un incomprensible temor a la muerte se matiza y envuelve en negras nubes el paisaje de este lado del mar. Occidente se muere y no puedo evitar seguirle.
Occidente se muere.

Si bien hace poco me jactaba de ser amante de la muerte, en la antesala a Xibalba no puedo más que arrepentirme de los términos que presuntuosamente articulé en el duodeno. Las palabras me pueden dar fama mortuoria más no pueden salvarme. Gustoso cambiaria todas las cosas que los demás envidian por la oportunidad de escapar de este continente, de este rostro, de esta vida que más parece una representación que una vida; escribo pequeñas novelas rosas eclipsadas por los deseos de posesión de los nuevos señores. Las noches se suceden igual que no pasara nada y el sueño me remonta a los primeros años; recuerdo el miedo... el miedo entonces era simple, era puro. Era el miedo infantil –ancestral- a la oscuridad, miedo de cerrar los ojos y no volver a abrirlos, miedo de cerrar los ojos y que un mal sueño se prolongase hasta más allá de la inconciencia, el otro estado de conciencia, tercero de un trío de estados en los que el hombre, por ser hombre, se reconoce: estar consciente, estar inconsciente, y estar conciente de la propia muerte.
La propia muerte... en el mismo sentido de las manecillas del reloj las sombras van dando tumbos, crecen centímetro a centímetro en horizontal agonía para romper en las aristas y dar valor a las cosas que no lo tienen; el interés surge entonces, y el horizonte, junto con las sombras y las manecillas del reloj; y el sentido que les da sentido, parlotean incesantes incoherencias y recorren el críptico camino que va del descubrimiento, al reconocimiento, al conocimiento, sin dejar nunca al sentimiento de lado –campamento base- sin jamás ir de una en una.. Inevitable conglomerado cartográfico en la epidermis que es fiel muestra del trayecto de las sombras, ya cansadas, ya curtidas; la luz entonces –el sentido de las manecillas- pierde intensidad para dar paso a otra luz: el sentido contrario, irreverente, despreciable admirado y temido por los fanáticos de las correctas actitudes; las causas nobles insisten en mantener el curso en franco abatimiento de sombras que se pierden en la oscuridad. Entre penumbras, la propia muerte se torna tópico común, basta tan sólo que pase el tiempo o un simple instante para la mecanización de las generalidades correspondientes, tergiversada por la carencia de entornos comunes y la supuesta falta de correspondientes fronteras; de esa forma los extranjeros se vuelven famosos, por historias de un momento que en un momento se vuelven historias; y este viento, este frío viento que recorre las gastadas orillas y va dejando en cada palmo de su recorrido el tenso ritmo que es sístole y diástole de esta nueva vida. Esta centuria no deja de ser circular, este sentido no trae sombras distintas, esta muerte ha relegado los signos de la paloma en suelos diferentes; y la voz, ese canto indeleble que crece de repente –como la chispa que da paso a la llama- enardece los ánimos en direcciones contrarias, y del llanto a la algarabía, el canto cesa; de aquella llama sólo quedan blancuzcas estelas de humo que se elevan al cielo, y en las alturas se pierden, con ellas se va el ahínco de las próximas fiestas. Un aroma parecido al copal se respira en el ambiente. La propia muerte se vuelve masiva y el sentido del tiempo se anega, pero ya es tarde, muy tarde, para lamentos o dudas.
Ida sin retorno de la reflexión al sentimiento. Las viseras opinan y los malos aires inspiran la orquestal música de fondo que acompaña a las acciones; pero las sombras se han perdido, el interés es mínimo, las almas no encuentran eco; es el desencanto, el desencanto como término no tiene la sensualidad deseada, así que se imponen nombres como mella de la década pasada y/o espíritu generacional para impresionar y justificar esta falta de luz, esta incomoda ceguera.
Ceguera temporal, temporal de cegueras. Con las pupilas dilatadas se pretende imitar las voces de aquellos que no se encuentran; la falta de visión no limita las intenciones. A lo lejos ya se escucha el retumbar del tambor, los compases son presagios de los truenos, los rayos, y el terremoto por venir. Es la exégesis, la nueva moda; prueba de ello son los best-sellers y las líneas anteriores, las viejas intrigas encuentran escuela, nuevas vertientes, nuevos concilios; eso indica que el mundo esta en orden, el instante de parálisis fue tan sólo un dejar de respirar para después tomar una honda bocanada de aire, el aire metálico cosmopolita característico del siglo pasado; no ha habido cambios, todo marcha como debiera, ¡brindo por ello! Brindo por la pausa, por la intriga; brindo por la ciencia y el sentido de pertenencia; brindo por la incertidumbre y por el sino de lesa humanidad; brindo por todos nosotros, por este espíritu errante, beligerante sin pretensiones y de flojos ideales, por esta no-pertenencia que acompaña a las cada vez más mediocres y grises albas que iluminan los ánimos de esta comunión; brindo por esta rueda perdida “en aras de la libertad”; brindo por esta nueva torre, erigida en el único lugar donde el tamaño de las señales magnifica las significaciones y siempre halla respuesta: Es la tierra, destinada/malograda a dar asilo a la razón y a encontrar en cada pueblo el centro de la luna, su ombligo, el principio; principio inspirador de la lengua y de esta torre, y de su antecesora, y del sinfín de palabras que se han sucedido en el transcurso del tiempo o de la historia; inspirador también de este brindis, motor de la agónica melancolía que llena hasta los bordes el cáliz que ha sido presentado a esta mesa fastuosamente adornada.
Graciosamente ahora no hay voces, nadie decide dar el primer trago, así que levanto la copa, la miro como si tratara de ver a través de ella, la acerco a los labios y el dulzón aroma que impregna mis fosas nasales deja adivinar lo amargo del trago... tan sólo puedo ofrecer mil disculpas por no saber perdonar; por no poder entender de una vez y para siempre que en verdad cada uno termina perteneciendo a los lugares como un bocado a quien lo engulle.

Entre el miedo y la tristeza lanzo fugaces vistazos alrededor, la copa en mano; nadie brindara. Una mínima parte de confusión por el resto de abandono y se entenderá por que nadie permanece en las vías de la educación, tan trabajosamente implantada por los antepasados. En verdad los tiempos cambian, o tal vez sólo se deterioran; como sea, este conflicto no terminará hasta que no quede claro que Occidente no se encuentra al Norte



jueves, diciembre 22, 2005

Todavía tú

y la precisión de tu gesto siempre a medio camino del mundo y tu entraña; todavía tú y esa llama que deja tu recuerdo en sucedaneo a tu presencia, y este presente tuyo como promesa de días verdaderamente nuevos. Todavía tú, y es ayer transcurriendo a un rítmo caótico y lento, donde la pausa se termina muy pronto y pronto alcanzamos los días de las grandes fugas y los largos olvidos que se terminan hoy, con tu encuentro, con el poco tiempo, con la circunstancia y el devenir tan en su papel, llevandonos por rumbos totalmente opuestos.

miércoles, diciembre 21, 2005

Movimiento -sentido del tiempo-

Después del deceso el movimiento, sigue, es hacia arriba. La lluvia en el asfalto se evapora –su olor llega a mi nariz- el mundo se perla, las plegarias suben y también algunas otras cosas como el precio de la canasta básica, pero no es de ello de lo que quiero hablar, si no del movimiento, del ascenso presente, luz nueva de todos los días, vida manifiesta viva entre la orilla del camino y la persistencia de la memoria.


Memoria que te trae de vuelta, que me lleva lejos, que hace que doble una esquina para encontrarme, hallarme niño en pugna por su lugar en el mundo, reprochando los dimes sociales y los estatutos acanémicos. Aquel niño se a marchado, pero me ha dejado, en una bolsa de plástico, las memorias necesarias para entender y reemprender el camino; no sé si allá pueda encontrarte.

Me gustaría mucho que fuese así.



La foto se titula: Acanémia, de la serie "Decepción y transfiguraciones" la tomé en 2001

Críptico/empático IV

Debe ser como ayer, como esa intransigencia que no es más que el continuo desgaste de la roca en la que fue labrado mi nombre; no es nada grave, es simple y sencillamente la forma en que sucede lo que sucede; un segundo perdido en el cielo, un saludo sin eco que respira el vacío del mutismo, una espalda plena alejándose paso a paso mientras pequeñas decisiones capaces de cambiar el rumbo de historias personales salen tarde, más o menos un segundo perdido en el cielo, un pestañeo, un giro de cuello, un comenzar a mover las piernas, un salir corriendo entre las masas, un cambiar de rumbo para encontrar el camino equivocado, un encontrar escaleras tan largas y tan llenas de almas tan en pena como aquella que sube los peldaños de tres en tres, de dos en dos, de uno en uno, en uno, en uno; un hallar un cambio de opinión, un cambio en el rumbo, un cambio en el trayecto que se traduce como desilusión y convencimiento de la lentitud de esta generación de la velocidad que no sabe ir rápido cuando la situación lo amerita.
En verdad debe ser como ayer, para tener cierta certeza, tomar precauciones antes de salir cada mañana a enfrentar a los pormenores, típicos de camino de ida cuando parece que la esperanza se diluye en la espera de los armatostes que han de conducir a esta ciudad a su respectivo sitio en respectivos tiempos y con sus breves respectivas historias con fundamentos tan lejanos como ese ayer tan añorado y pleno de esperas y esperanzas varias que dieron forma a un sentirse seguro durante unos minutos días guardados ahora aunque latentes. Debe ser como hoy, otredad en vilo para dar paso adelante, secundar coros, asimilar disímiles por mera convención, y continuar, regresar una vez más y todas las noches, anhelar, un ratito, pero anhelo a flor de piel y rosado por mezclilla deslavada vapuleda por piedras y detergentes y gentes en grandes grupos prestos a unirse a grupos mucho más grandes y mucho más distantes que ese vago aire que apenas respirarse intoxica, atosiga, devasta. Debe ser como el hambre de tierra y fe, esa famélica necesidad de estar seguros por un momento aunque sea sólo en nuestra cabeza; mira, todavía, y todavía, estoy aquí, permanezco presente a pesar de que se me escapa la esencia, a pesar de que ya no sé como hablar ni articular más palabra que esta voz sin sonido y esta vista sin ojos que me manda a otros lares, a otras frecuencias, a otros espacios sin tiempo real pero tangibles en su muy peculiar instante naturaleza que exige tanta atención y destreza como atravesar de lado a lado cualquier avenida altamente transitada, eso por que de ambos lados de la analogía es posible –y demasiado frecuente- terminar arrollado. Espero al rezagado, necesito compañía, no estoy blindado a la soledad. Mi cuerpo pide el roce, el contacto de ese cuerpo convenientemente hecho a la medida de mi cuerpo, pero no más, no de momento, no por quien sabe cuanto tiempo. Tratase de ese continuo curso, de esa línea que atosiga y marcha largas travesías con grandes pilas de cuerpos a cuestas; grandes discursos suenan una y otra vez y de nuevo a forma de burla, no parece haber más opción que la de ver el tiempo fluir sin poder hacer algo para remediarlo, ¡vaya problema! Las cosas ya no pueden ser si no de esa manera, no hay escapes o senderos de caminos que se bifurcan a menos que se inventen, salgan de debajo de las rocas o detrás de las páginas en blanco y sin labrar; por un día, por uno solo, quiero saber lo que es no tener nombre, ni edad, no tener más que a mí en mi mismo, quiero saber que sentido tiene el infinito, el eterno; quiero saber, sentir esa abulia que emerge natural como el musgo en las paredes; que mis huesos se cimbren ante el bostezo de esa vida que me esta vedada y que sin embargo, sale siempre a flote para hacer patente mi condición de ahogado/perdido/sumido en el regreso, en otra partida a otra jornada de otro día y otras gentes con otras formas de ver las cosas y con otros discursos, escritos o hablados o aprendidos de memoria pero que difieren o a veces se encuentran con los anteriormente conocidos, masticados, digeridos, excretados e involucrados en la cadena alimenticia y de correcta formación de la cual, eslabón oxidado, he perdido. Debe ser como ayer –anhelo patente- para poder zafarse de las obligaciones que hacen mella, calan hondo, y mandan al traste la idea de vacío que inunda y llena corazones de un júbilo poco usual y sin estrategia de mercado. Debe ser como hoy, un día más a la cuenta, uno menos en la espera; horizonte de fuego y precipitando intermitentemente un día en que así, sin más, despierte sin esa ansiedad y/o deseo de sorpresa de recién nacido. Estoy seco, no huelo a galletas o a leche materna, mío es un olor de caporal y de tiempo encerrado y de dolor de espalda; de negación dogmática y de alusión cinematográfica; de trabajo pendiente y de convenciones en espera; de ansiedad de ver y de temor de perder en un momento; de quizá, también después a pesar del orden de las cosas. Presiento que vendrá una espina, otro dolor en la espalda, un malestar en el hombro, un sentirse intranquilo sin razón aparente que traerán quejas acerca del sinsentido que reina y pregna las razones y los argumentos que se han escrito para fortuna de muchos pasajeros. Estoy atento a cada momento, espero sin entusiasmo la llegada de los sinsabores, espero no tener que hacerles frente por mucho tiempo. Madre, madre, lo lograron, me han roto, me estoy perdiendo; estoy cansado y sin un hueso sano, no puedo ver más allá como me gustaba hacer antes. Nieblas cubren el paisaje, nieblas de progreso, de avance, de orgullo colectivo y de parafernalia. Madre, me siento mal, seré señalado de nuevo –no me juzgues- por el canon, la idiosincrasia y los conceptos malsanos; madre, voy a esconderme, no podrás verme, no me busques, no estoy ahí, no puedo quedarme. Un silencio inunda el grito de un montón de niños que juegan a vivir; ese silencio, tan sordo y tan claro, es el mismo que hace tambalear la poca claridad de una vela que encendí para poder llenarme de sombras a manera de ritual, me estoy iniciando en practicas de paganos y ermitaños, estoy buscando ser devorado por la media luz para no tener que dar respuesta a la pregunta de siempre: ¿para qué?. Para qué seguir si no aprendí las reglas, para qué seguir si no aprendí a hablar; no soy inocente, conozco el sentimiento, he visto demasiado pero sin aprender gran cosa: sé como jugar, sé como programar el cuerpo para levantarse cada mañana a sentir el tibio y efímero abrazo de un rápido baño para, después, salir de prisa a recibir otro abrazo, uno frío y lleno de gente emulando ríos de corriente beligerante o indiferente. Sé callar, pero no sé hablar; sé cual es el rumbo, pero no tengo sentido de la orientación, voy a perderme. Lo tengo presente, voy a perderme.
Me miro a veces sin espejo, salgo de mí para observar sin velo físico, todas esas cosas que en rededor pasan y trascienden, o que existen para llenar espacios y ser humo, polvo asentado en la cornisa de la ventana, mero desecho de las páginas que no admiten adorno sin complejidad. Miro, busco, cuestiono; reflejos abundan e inundan empresas obstinadas en abarcar una totalidad que no entienden, que se escapa de las redes que conforman el plano, que avaza sin cesar, deteniéndose apenas el tiempo justo para no parecer despectiva, y continua, continua, continua. Fragmento soy, fragmentado avanzo, continuo, veo. Para abarcar un poco más es necesario olvidar lo aprendido, hacer de lado las limitantes físicas. Comprendo, tengo manos para ver, una extensión de los ojos que ayudan a comprender un poquito mejor la naturaleza de esas cosas que circulan diariamente pero que pueden llegar a ser total engaño; la tierra, el agua, el fuego, el aire, ninguno es como lo mismo visto así, simplemente; las casas, los muebles, las personas, ninguno es ajeno a la naturaleza de esta visión, integra, sin tapujos impuestos por una extraña costumbre. Tiemblo ante el reflejo, no soy duro ni frío al tacto, esa es ilusión invertida, innumerablemente repetida y aceptada; trato de escapar de eso; me faltan piernas, no puedo correr.
A veces tengo oídos, a veces oigo el ruido. A veces, un murmullo se deja sentir en plenitud chocante con la parsimoniosa estabilidad del diario acontecer, sorprende la claridad inusual de ese sonido que suavemente se cuela de entre los otros, que me obliga a dar media vuelta para buscar su procedencia, que no deja nada en claro sino la presencia eterea de un algo que esta aquí, ahora, murmullo envuelto en contundente intangibilidad, atisbo de verdad olvidada: es mi sangre que fluye despacio, son mis huesos que pesan y rechinan, son mis viseras tratando de adaptarse al ambiente, es mi corazón que late y dice: “Hola, cómo me detengo, voy muy rápido, tengo tapofobia, me estrello, pierdo el control, me estrello, cómo me detengo”.
Si, a veces estoy vivo; camino sobre suelo uniforme, plano, consistente. Respiro, aroma a copal flota en el aire, ritos de uno tras otro en la misma forma en que los días y las noches se suceden; buscan una forma de ser sin tramar intrigas o deserciones a un establecido incomodo pero encallado irremediablemente en la bahía de concreto cuarteado por la inclemencia de eso que han llamado tiempo. Veo, las hojas caen de la copa de los árboles, desnudez que habla del mundo y sus incoherencias actuales, reproche al abandono, a la indiferencia, al despego que me ha fracturado la espalda, me ha lisiado el entendimiento, me ha botado en una esquina sin nombre y sin iluminación, mendigo, avaro, enfermo, desahuciado. Pruebo sinsabores, amargas esperas, dulces encuentros. Escucho silencios ansiados desde antaño, ruidos podridos y enterrados a profundidad. Siento texturas de cadenas, de robles, de cenizas; de asfalto a cuarenta grados a la sombra, de metales cubiertos de escarcha; de maderas descuidadas, de pieles mancilladas, de cuerpos curtidos por el trabajo, de almas mandadas al olvido; siento corrientes de aire que aúlla en las encrucijadas, siento la presencia ausente de tu cuerpo junto al mío, estando así, sin más, juntos y hechos a medida el uno del otro; siento correr los días pasados una y otra vez, y de nuevo, y quizá siempre.

Si, a veces estoy vivo, sólo que a veces lo olvido.

He olvidado, me siento vacío; campanas eléctricas retumban en un tañir sintético; amanece, el mundo también ha olvidado, los últimos fragmentos del sueño se diluyen, la infancia se queda atrás, la adolescencia gime sus últimos rastros, la madurez promete un nuevo olvido, incomprensible: café, licor, agua serenada, horarios, tendencias, vanguardia compulsiva, otras vueltas de rueda, aparadores, semáforos en pugna por el orden junto con los hombres que van y vienen, se pierden un momento y al volver son los mismos pero atrasados de noticias, como ayer, como hoy, también después.
Tal vez después.

Críptico/empático III

A la espera de que las palmas choquen y al fin sea concedido tan deleznable deseo, hago resumen de lo sucedido. Diré entonces que nunca supe como sobrellevar la carga, no pude relacionarme con las personas. A pesar de la inútil lucha, a pesar de la rendición, a pesar de las penurias y del barro que tiene un gusto amargo en mi boca, no pude relacionarme con la gente.

Mía nunca fue la costumbre de hablar.

Y sin embargo, a mí vienen las verdades como la lluvia en la selva, me encuentro empapado de frases, de dimes y diretes, pero no soy un sabio, yo no sé hablar. De nada sirve saber que los elefantes barritan, los grillos cantan, y las aves, en general, claman. Que las palomas arrullan; las aves parlanchinas parlotean, aunque las cotorras y los loros carretean. Que las gallinas cacarean, y cuando están culecas, cloquean. Que los cuervos y los gansos graznan. Que los patos parpan y algunos pájaros silban, pero si están desafinados chirrían. Que las tórtolas arrullan y las crías de las aves pían. Que las serpientes silban. Que los caballos relinchan o resoplan, y los asnos rebuznan o gruñen. Que los becerros berrean, los borregos balan, los toros mugen y resoplan y, junto con los búfalos, braman o bufan. Que las vacas mugen y los cerdos gruñen –cuando son lechones guañen; cuando son verracos verraquean o churritan- Que los conejos y las liebres chillan, los chacales aúllan y los felinos en general ronronean, si bien los gatos domésticos maúllan, los leones y los tigres rugen, y las panteras implan. Los perros ladran y gruñen, y junto con los lobos, cuando entristecen, aúllan y gimen. Que las ranas croan y entre los insectos los mosquitos y las moscas zumban... De nada. Inútil el conocer tantos nombres si no se tiene uno para la voz de los hombres.

martes, diciembre 20, 2005

Críptico/empático II

Antes.

Ahora mismo.

El oficio reclama la atención de los aprendices, antes me negaba a la aceptación, ahora me niego a la resignación, pues no soy tan fuerte.
Ahora en el mundo, un fugaz vistazo parece suficiente para justificar el miedo. Miedo a las costumbres, a las sintonías: mía es una completa y total anacronía; este lugar es un palmo lejos de mis andares. La pretendida no-pertenencia dejó caer su velo; sin elección alguna, la luz se expande en rededor, punto que crece, se extiende y trama abarcar actas y nombres a los cuales estoy inscrito por antonomasia costumbrista; me doy cuenta de que efectivamente nunca camine estos suelos, pero es el riesgo, el riesgoso placer por el riesgo el que me obliga a quedarme, a tragarme todas las quejas y aprender a andar por los obtusos rumbos de esta comuna indolente llena de gente insolente, gente insumisa, y también gente bonita; gente irreverente, gente irrelevante, y también gente bonita; gente pretenciosa, gente que no pretende más que gastar tiempo y energía, gente que no parece gente por su animadversión a la demás gente... y también gente bonita. Y yo, yo encajo un poco en cada uno de esos grupos y me da igual.
Y eso no lo sabía; no sabía que entre tantos caracteres pudiera encontrar tantos canales, tantos caminos. No veía el vasto cúmulo de posibilidades, la infinidad de círculos concéntricos. No imaginaba la locura empotrada en la eterna pared blanca que se eleva al cielo, baja, y se eleva otra vez; nunca me vi entre tantos y tantos hombres. Cada grupo, y cada miembro representaba una senda, las direcciones, aunque disímbolas, están conectadas en un punto común que también se expande, da saltos de cabeza en cabeza, y que tiene el encanto suficiente como para dejarse llevar por ella, y de esa forma, arrastrado, me encuentro un momento que no es más que la representación generalizada de aquello a lo que alguna vez demostré asco, y me doy asco. Por creer que no soy diferente a ninguno cuando ninguno no existe; por pensarme inmerso en letanías de las actas y los nombres; por creerme sumido en la baba de la obligación de esperar a que esta aciaga espera se termine y que por fin Cristo se mueva; que la niebla no me alcance, que la nausea no me roce, que la línea no me agobie, que no me aburra la vanguardia, que no me mate esta memoria anclada a su lugar en el mundo –pues por alguna razón, las cosas y las personas se encuentran ocupando un lugar que se supone les corresponde.
Tal como una orden, las cosas truenan durante la noche para acomodarse en su sitio. Entre sueños nos ubicamos en el plano al que pertenecemos, no hablando de rutinas o un rumbo establecido como cualquier lugar que se torna imagen y los hombres imagen de aquel lugar, aquí no, aquí están las mañanas pintadas de sepia y dorados y alejadas de convenciones en las que la lluvia se abre paso a través de las hojas de un árbol enorme, sauce llorón que cubre la periferia con destellos de una grandeza en violetas y amarillos translucidos, y que resguarda a una y a todas las parejas en este lugar del mundo. Un momento, un minuto, un chasquido de dedos, un clamor de ventana cerrada, un hilito dorado y un súbito frío que marca el fin de el tronar del cuerpo, despierto, caigo en cuenta, o eso creo, exaspero, prolifero, desespero en determinados días, a determinadas horas, el panorama cambia. Las cosas pasan a una velocidad tan cansadamente monótona, que su única ventaja es la posibilidad de ver pasar cada segundo monstruosamente vivo: cada lugar, cada objeto esta adiestrado, rodeado de un haz de luz al que me he vuelto sensible, así veo el rastro que deja la gente y las manecillas al andar, la breve aura de los vegetales, el pequeño resplandor de los gestos y sus múltiplos y submúltiplos; las probabilidades engañan, los gestos se resumen en décimas que son eternidades, más nunca infinitos. Me explico: cada mirada al exterior es un círculo que se abre y se cierra, en el se dibujan los campos y las probabilidades, se abre el espacio. Este círculo dura tanto en apariencia que sobra el tiempo para ver todo el rededor, y el fondo es interminable, interminable... pero no infinito. Simple variante del absurdo que se repite a lapsos aleatorios, la arbitrariedad se expande en los límites de cada uno y los hace propios; esto, por supuesto, tiene un nombre: desencanto, y este, a su vez, da paso a una siléptica y oportunamente brillante analogía que me permite mover. Me muevo. Doy delicados pasos en los límites de mí que todos conocen –o al menos son tan marcados que todos pueden mirarlos; es como andar sobre la orla de un tatami. Este lugar en el mundo sólo puede encontrarse en el momento y el espacio que un servidor ocupe: este lugar soy yo. Este mundo se aparece tan vasto en el texto y tan pequeño en el aire que resulta fácilmente olvidable, eclipsado por el banal carisma de las formulas tan comprobadas del mundillo externo. El desprecio esta sobrado; la física es cierta: el universo se expande, hace tanto que es infinito, más no el gestos, ¡ah!, el gesto; este merece un aplauso por haber perdurado tanto tiempo en la memoria de la mundial generalidad. El engaño, la estafa, el cuatro más perdurable, el ejemplo de la mentira que, de ser contada millones de veces, se torna verdad. El gesto y su precisión que da clara faz a la presencia innegable, omnipresente, de un con-texto ad-junto a un sitio en determinados días, a determinadas horas; nombrado hace ya tanto tiempo que sin memoria de donde ya conocemos el gesto antes de que alguien le nombre. Seres empáticos a fin de cuentas, poca importancia damos a la mínima cantidad de gestos necesarios para conocer, o para tan sólo dar un vistazo al mundo contiguo. Sobran las personas, faltan gestos, faltan interpretaciones. O acaso el orden esta mal. Posiblemente sobren los gestos y las interpretaciones; o falten personas para interpretar los gestos; o las personas que interpretan los gestos están de sobra; o falta una interpretación para el gesto de la persona crípticamente triste, aquella que viste de un vivo color rojo, o amarillo, que anda exageradamente erguida, exageradamente seria, exageradamente hierática, exageradamente triste; que alza los hombros a la par que sonríe, y que no sonríe cuando bromea; que no llora; que la noche se le ha echado encima en los ojos; que protesta con energía y que con la misma energía es juzgada, y la primera persona en hacerlo es ella misma, generalmente. A este cuadro, tan conocido ya, ¿qué le sobra? ¿Qué le falta al escenario? Dónde están las interpretaciones; dónde los rostros de los interpretadores; y dónde sus gestos. Todos ellos se ocultan en la seguridad de la intemporalidad. Nada falta y nada sobra. Todo está como debiera. Y sólo por eso me atrevo a descomponer, a faltar a la orden. A la persona alegre la vestiré de negro y le daré una garganta capaz de beber largos tragos de amargo licor, para que inmediatamente después de eso puedan proferir la más feroz de las carcajadas; junto a ella, pondré a la crípticamente triste a mostrar como la viveza de sus colores brillan de muerte entre los negros ideáticos de grandes grupos de supuestos misántropos. Y sus gestos serán los más discordes, inexpugnables. No habrá identidad. Los concilios se mostraran incómodos, quizá hasta profieran injurias, no importa, pues la tendencia natural de las cosas se mostrara cuan grande es. Todo en el futuro y a futuro que se muestre presente como el medio envuelto en pornografía y odio cotidiano; como esa espera que no culmina y sigue en espera de que esta aciaga espera se termine; carne cruda y/o ceniza de re-nombre y recuerdo patente, necesidad de títulos taxonómicos y/o mobiliarios que desprenden clasificaciones y no acepta divergencias ni delirios. El orden pone nuevo orden y manda los términos a un archivo fácilmente identificable. Identidad entonces es lo mismo, pero también lo que me hace diferente. Identidad es: el conjunto de características que hacen identificables a una persona de otra. Y lo dicho, lo mismo y lo otro se unen en un punto común y dan sustento a una estructura sin desorden; estoy en medio del fugaz vistazo y cayendo en cuenta de la identidad, y del carácter, me encuentro enfilando mis pasos a un pasillo que conduce a un cuarto donde Cristo sigue inmóvil y la nausea inunda todo; donde el carácter es la identidad –de cada uno- y no la habilidad –de cada quien- de pelear con medio mundo; donde puedo exigir a grito pelado que me sea devuelto mi prepucio sin tener que escuchar argumentos teológico/sanitarios acerca de la asepsia de la mutilación; donde puedo sentarme a descansar debajo de ese árbol enorme de hojas color violeta y amarillo traslucido que dejan al descubierto mi propia transparencia sin temor a ser juzgado, donde la circunstancia es mía y mía es la elección de quedarme a dar vueltas en el abismo que el jardinero dejó en la parte no cultivada del mundo, y poder dormir ahí dentro y despertar sin recibir aplausos o rechiflas; que me olvide la vanguardia, que cada radio y televisor chillen el fin de sus transmisiones, que cada libro sea reescrito y releído y revivido; que esta catarsis suceda, quiero sacarlo todo, quiero olvidarlo todo, aprenderlo todo, vivir de nuevo, morirme de otra cosa, no por la sal en la herida.

Es gracioso, justo ahora, rodeado de almas que dan gritos apelando a la vida y su capacidad de vivirla, quedo convencido de que estos serían capaces de marchar hombro con hombro, pasando encima de quien fuese necesario sólo para hacer saber al mundo que a ellos: les causan gracia las reglas, aún a pesar de estar tan apegados a ellas; ellos, que son capaces de “vivir al máximo” sólo por que algún día van a morir o por que no saben que otra cosa hacer con su vida, además de demostrar, a punta de sombrerazos, claro está, que son personas de carácter. A estos los contemplaran los más pasivos, quienes estarán hombro con hombro, marchando detrás y observando, sonriendo ante las acciones que les resultan hilarantes; y yo, ídem. Porque no pude hacerlo, aún no puedo sublevarme. Las categorías juegan un papel que envuelve y signa, y nadie sale librado de las etiquetas. En los grupos hay cupo, es el modo de vida, el camino al olvido. Las vacantes son inevitablemente ocupadas por la simple y sencilla razón de que hay vacantes, y hay hombres, y mujeres; todos danzan dibujando trayectorias en zigzag entre una línea de árboles que es frontera entre la asepsia y la maldad, todos andan buscando espejos/reflejos que son las maneras más fáciles y más cómodas de terminar la danza. El reflejo es la categoría, la falsa identidad. Entre tantos, la trascendencia se niega y el tiempo se anega. Entre tantos lo común se vuelve necesario. Entre tantos el único se pierde y lo irrepetible aparece como el chiste sádico de algún distinguido amargado, y el grupo crece, engrosa sus filas con pobres adeptos, ignorantes de su destino. Y así encontramos a estos o aquellos, y a los demás, ¡y somos tantos!. ¡Me estanco en un mote!, ¡me ahogo!. Trato de huir o esconderme, trato de no salir desilusionado y de no desilusionar a nadie; los demás están conmigo, comparten mi misma suerte; unos conciente de ello, otros simplemente están. Están por que no saben hacer otra cosa; el ocio no fue para ellos motivo de observación, si no de tortura, el ocio fue castigo inocuo en una sociedad punitiva, acostumbrada al miedo, agachada por causa del cansancio y conformista por el abandono. Las condolencias son comunes por aquí, las condolencias son costumbre y fama –o tal es su objetivo- forman historias, clisés, y cualquier cantidad de lugares comunes.

El más desgraciado se lleva las palmas.






lunes, diciembre 19, 2005

Críptico/empático

No sabía, yo no sabía.
¿Cómo podía pretender, esperar siquiera por tener una mínima certeza de lo que es, o lo que se supone debería ser? No puedo detenerme, no puedo dejar de hacer las cosas simplemente por que de repente un haz de luz se cruza en mi camino y dice: “espera”. Una interrogante se materializa durante la breve duración de este momento... ¿sé?. No, aún no, apenas acabo de darme cuenta, no cabal, simplemente acabo de caer en cuenta y caer en cuenta de que he caído en cuenta, pero esta repentina comprensión no podría ser más inútil: no hallo nada firme a lo que asirme, nada en que apoyarme; no encuentro términos en los que sustentar mi reciente iluminación. Las palabras sobran o me hacen falta, tal ambivalencia no me deja dar paso adelante, uno que necesito para poder decir, para poder nombrar, para poder llamar a esto que de repente tengo entre los dedos y en la punta de la lengua y que sacude mi ser entero en busca de una salida. No sé como explicarlo, cada que eso pasa, cuando las palabras se agolpan en la garganta para dar forma a eso que se aparece en una especie de sueño y transfigura en idea, cuando una total claridad llega y ciega, cubre de blanco la visión y entorpece el camino más seguro, cuando un tipo de furor obliga a hablar, balbucear, gritar, o aullar por la mera necesidad de hacer algo como emitir un sonido no importa cuan absurdo parezca, pero que es trueque léxico, un vale por explicaciones no formuladas y/o listas para salir al mundo por mero derecho de existencia quizá, pero que esta ahí, nace, crece, da señas de vida para que con tales reacciones nos sintamos un poco menos impotentes ante la potencia del mundo y su transfiguración repentina; cada que eso pasa, cuando la emoción se subleva y la razón pelea por su lugar en el mundo, cada que los momentos adquieren matices diversos y signan lugares o escriben historia, cada que camino sin sentir que piso el suelo, cuando eso pasa, entonces todo esta perdido. El ridículo vendrá a hacer acto de presencia. Acaso es hora de dejar a un lado el verbo, basta de murmurar sinsentidos por saciar la extraña e improrrogable sensación de exteriorizar aquello que surge dentro; es hora de cambiar términos por acciones. Acaso es dable dejar que esta repentina conciencia, plena a penas y apenas un instante, se satisfaga a sí misma, dejarla pasar como un momento de euforia, que se pierda en los límites de la comprensión y la inmaterialidad de las ideas no expuestas, dejar que pase como un aire, como un segundo intrascendente y a la cuenta de ese tiempo que insiste en abarcar la totalidad de los espacios vacíos que suelen ser muchos, demasiados.
Esa suma de totalidad de espacios vacíos con la impotencia del lenguaje da como resultado mañanas en las que así, sin más, el peso del mundo se viene encima, ese peso que da paso a uno, al otro, a todo lo demás, a lo que la vista abarca, a lo que las palmas tientan o les esta vedado, a lo que el olfato percibe y a lo que se ignora, a la posibilidad de poder ser sin mayor problema que ser nombrado en un lugar cualquiera y para un momento cualquiera; aquel que da forma y sentido a los nombres, aquel que se anega en los hombros e imposibilita el canje acto / verbo. Para deshacerse de tal peso, es necesario desaprenderlo todo, comenzar de cero, prescindir de este yo tan vapuleado y de esta lengua insuficiente; desconozco otras formas de expresión. Quiero decir: “Me duele esta aciaga espera” pero las palabras se niegan a salir en forma de queja que son el lugar de unas alas que me fueron negadas; no lamento las limitantes imposiciones físicas pues estas me mantienen atado a los lares humanos y eso es justamente lo que necesito: quedarme para poder hallar el modo, la respuesta, las palabras que den paso a la aclaración, que den verdadera forma a esta repentina iluminación que se aparece tan oscura, tan borrosa y tan escurridiza, tan fugaz y tan aleatoria en contraposición a su claridad. Luz negra que no ilumina del todo, que no dibuja con nitidez las formas que la periferia de su haz alcanza. Creo que esto que he llamado iluminación no es más que simple alucinación –a veces, creo que alucino todo el tiempo; a veces, creo que no hago más que alucinar- Perdido en un limbo la mar de personal, ando dando tumbos entre tumbas y rosas, entre el sueño y su falta, entre la vivacidad del espíritu y la perdida de ánimo, entre deberes y bebidas amargos por igual, entre la ignorancia y la atención al llamado, llamado que en algún momento también se aparece, tan de repente y tan oscuro, que apenas unos cuantos alcanzan a percibirlo, y de esos cuantos son bien pocos los que pueden explicarlo. Yo, en un breve momento de lucidez, escucho acordes de piano, uno solo, repetido n veces, monótono como el autor y este momento que al no hallar pronta calma al fulgor de la repentina luz que llena el ambiente -que enerva el ánimo, tensa los músculos y hierve en el pecho buscando salida, una mínima salida, tal vez ya perdida, pero que es la razón inocua para dejarse llevar- se disipa, se queda en el límite de la comprensión y la inmaterialidad del vapor de agua en el aire; y la vida, esa continua practica que se ve mínima, pero incómodamente interrumpida, retoma el habitual curso de las horas y los días para olvidar ese lapso de tiempo en el que un éxtasis, ahora con las cuerdas ahogadas, tramaba vocablos rojos y negros, me colmaba de paciencia, de tolerancia, de todos y cada uno de esos valores considerados como salvoconductos de la convivencia. No hay de que preocuparse, esas cosas pasan, como las nubes surcando el cielo y los aviones arruinando tal paisaje; el reflejo de un edificio en otro y los conjuntos de bocinas sonando ante el tráfico; los murmullos en una biblioteca pública y el celular que de repente suena para convertirse en pequeño centro de atención; la luna brillando a plena luz de la tarde o el grito de una señora chaparrita que viene al frente de una manifestación: “o gritas o te quitas wey”. Todas esas cosas pasan bajo el sino de la condición de pasaenunmoemnto; esto, a veces, se torna la larga vida de un instante. Un momento basta para el acabose, un momento basta para dar marcha a un nuevo inicio, muestra fiel del efímero, de la naturaleza de esto que se ha llamado realidad. Por eso las palabras –otra especie de momento- a veces sobran, a veces faltan, pero no bastan. Una sola es carne de un instante, no importa la longitud de las frases compuestas o del tiempo –tan largo y relativamente tan corto- que transcurre entre pena y pena, una palabra y el momento se hace presente para transitar entre autos y semáforos, en lugares distintos y dispersos, en otros espacios, en otros tiempos, interminables como el efímero que se sucede –en contra de su significado- interminable, como la comprensión, como esta explicación, como el transcurso del tiempo mismo que hace patente el acto en forma de incertidumbre, malhadada ignorante de la vacuidad de los ritos y los protocolos que en ocasiones se me olvidan y que por ello se vuelven motivo de juicio: por que sucede, siempre y sin concesiones. Una tras otra, las omisiones a las buenas maneras van signando una forma de vida reprobada, olvidada por la sensatez y en nombre del continuo ir y venir de los días que van descontando horas y de horas que van acumulando paisajes y lugares comunes que refuercen la funcionalidad de esa estructura. No van a perdonarme el no compartir el ideal, el querer quedarme aquí, lejos de las ceremonias pero atento a los sucesos, renegando de lo que es bueno pero que sabe a vacío, a nausea, a comodidad, a olvido de amarguras presentes que son espina en la entraña y que en ocasiones se retuerce y provoca espasmos que son recuerdo, dolor que sacude los esquemas y provoca escalofríos de realidad a los que el soberano imbécil se atiene, se resguarda en la gastada piedra que da forma a un refugio de vicisitudes malsanas que lo elevan, lo llevan a sitios comunes para sentirse un poco seguro de lo que sucederá o de que su comportamiento será el adecuado, sitios que presiente que no deberían estar ahí, y que sin embargo permanecen a pesar de las ruinas. Sobre ellas se construyen nuevas mansiones, humildes chozas; se dividen taxonomicamente los dividendos y las perdidas, las formas de hablar y de vestir, de ser y de estar; se aprenden estas tablas y la persistencia de la memoria ayuda a la característica a prevalecer, a mantenerse, a volverse imperecedero, a continuar, y continuar, y continuar. De esta forma, con un ritmo establecido, con un dogma, con un ideal, se pone en marcha la máquina y no se detiene a pesar de las quejas que suenan a chiste viejo.
Un chiste: la cicatriz que deja un error, el estigma de un acierto incierto, una vivencia tergiversada por la rapidez de las habladurías y las inconciliables distancias, un intento fallido por poner las cartas sobre la mesa. Los chistes se propagan cual plaga y forman parte de la historia y el asentamiento sobre las ruinas, surgen más fácil que las explicaciones, por ser una forma –se dice- de hacer llevaderos los sucesos, las tragedias; que es una manera de subsanar el dolor de esta memoria que se esmera en retener aquello que no mata pero que hace daño, aquello que ayuda a la autocomplacencia y el sentimentalismo barato. Sucede, es la idiosincrasia, la educación, eso que sin aparente razón de ser trasciende, que es tomado en cuenta, que se considera útil, y que en su armoniosa conjunción hacen del mundo, a veces, un buen lugar para vivir.

Sinceramente, eso no me importa.

Pero no puedo escaparme. El canon se erige enorme como tótem, y lejos de su bendición no se sabe a donde ir. Sucede, si sucede. El núcleo parece necesario, el canon permanece anclado a la memoria como una posesión bien preciada por el hombre; le pertenece tanto como el hombre pertenece al hombre; lo sé, apenas lo sé, apenas lo comprendo. Antes no lo sabia, o mejor dicho, no quería aceptarlo. No comprendía que nacido en un sistema me encontraba, ineludiblemente, atado a tal, sin posibilidad de rebelarme a no ser que aceptara tomar otro rol, uno inscrito en ese mismo sistema, su variante, su contra, sus revoluciones: otras vueltas de rueda. Me enaltecía de la soledad a la que yo mismo me había confinado, aunque esta tampoco fuera suficiente para estar lejos de esas formas que reprobaba vehementemente. Farsa, farsa de siempre, farsa que en espiral se eleva para mostrar que hay cosas que existen sin razón de ser, como el presente, ese tiempo que a veces se envuelve de nostalgias y deja de ser el aquí y el ahora para ser otro lugar, otras personas y un ahora distinto; que se instala detrás de la ventana, en la almohada, o en el mismo asiento que nosotros y nos hace sentir fuera de lugar y sin sustento, que nos lleva de la mano a dar largos paseos por los alrededores e insiste en señalar al ausente; uno más de los absurdos, uno que pesa, que esboza sonrisas, a veces lagrimas de añoranza; que nos aleja de la particular tangente de la actualidad, que pierde vigencia, fuerza, y razón de ser, pero que a la par adquiere ritmo de lectura lenta varada en una coma, en un estar entre paréntesis; este vago presente se magnifica, continua con su insistencia y señalando consigue su cometido: me obliga a volver la vista a otro lado, me obliga a buscarte, a encontrarte aunque sea así, en este otro tiempo donde el tiempo no transcurre como se supone debería hacerlo, aunque también se acaba. Y te encuentro, te encuentro en este instante que vive, respira, late en la soledad del ensueño y que muere en el sino de la vanguardia que no gusta de ser ignorada. Momentos van y vienen en arbitrario orden, estas presente en la ausencia, en todos los horarios, en el abandono de uno mismo, en el efímero momento que nunca dura un poco más de lo debido, estas presente como una nueva luz. Dame un momento nuevo, uno que me deje con ganas de más tiempo y de más espacio, que me lleve a parajes que no conozco, a otros pasados que se sustenten más firmemente que el presente; dame un beso en el pulgar de la mano diestra para tener la medida exacta de tu boca y llevarla conmigo siempre, pues te marcharás, con el instante, con la circunstancia, o con el tiempo que prosigue su curso habitual al haber hallado el cierre de este paréntesis. Triste certeza que no divaga, puntualiza, se instala detrás de la ventana, en la almohada, en el asiento que tomo como cuartel para guarecerme del habitual bombardeo apaciguador y desorbitante; que encuentro al final del pasillo, en el marco de cada puerta, en las páginas que comienzan a multiplicarse a pesar de la incapacidad de describir cada instante, cada segundo monstruosamente vivo. Triste certeza del presente que como tal abandonara su manto de nostalgias y volverá para abordar los mismos transportes, ver las mismas casas, repetir los mismos diálogos, sumirse en otros tiempos. Espero que pase todo esto, esta pasando, pasa; espero que pase sin detenerse demasiado a susurrarme al oído palabras de fácil consuelo.
Espero verte de nuevo, pronto, o más tarde. Las horas se suceden en continuo ir y venir de días y semanas que se tornan meses y meses que suman años; el tiempo reclama total atención y un oficio; reniego el signo del adulto, me niego a la aceptación, a la resignación. Acepto que no soy tan fuerte, acepto que tengo miedo a las costumbres, a las sintonías; mía es una completa y total anacronía, no me hallo de este lado del mundo, no sé bien que pasa cuando transcurre el tiempo. Se habla de días, de meses, de años y miles de minutos, pero sólo es una medida, una forma de sentir que se tiene bajo control eso que se nos escapa de la comprensión y de las manos; tenemos una extraña certeza de que algo pasa, no sólo el sol y la luna en constante debacle por la hegemonía de las alturas, no sólo las fechas y los acuerdos, no sólo las discordias, no sólo los fugaces encuentros. Algo pasa y no puedo saber que es eso, al menos no con certeza. Apenas un pequeño atisbo que también exige forma o explicación, no puedo dársela. No puedo ni explicar de que se trata esa iluminación que dejó caer su velo para mostrarme mi lugar: la no-pertenencia.
Nunca camine estos suelos.
El aroma, aunque lejano, es reconocible más no aceptado.
El tiempo transcurre incognoscible y los vientos gimen en el momento justo en que mis oídos no soportan más ruido que el que hace una oruga al andar. Sueño sueños de gloria etílica, de homicidios colectivos, de masacres premeditadas y redimidas por la historia; cierro los ojos y el peso del sueño se hunde en mi pecho, me asfixia. Prefiero el plomo del insomnio que la tortura del sueño, prefiero ser juzgado, prejuzgado, sojuzgado; prefiero estar lejos que tolerar el curso de tantos días y tan vacíos; prefiero ser condenado a la indiferencia del mundo que vivir una y otra vez los errores que me han traído de la cima al abismo, de lo oscuro a lo negro, de lo negro a la nada. Prefiero eso, prefiero mil veces perderme ahora que darme por vencido de una vez y aceptar las costumbres y las sintonías, prefiero escuchar risas que aburrirme eternamente con opiniones, comentarios que antes que otra cosa “espero no te ofendan”; prefiero saber de esta forma, no sabiendo, que sumirme en la pretensión de una ignorancia velada por miles de datos. No voy a dar explicaciones, no las tengo; sigo buscando y gastando fuerzas en ello que me obliga a continuar en esta labor. No tengo la más mínima intención de quedarme a contemplar los restos de mi propia caída, no podría, aunque estoy tentado a ello. Es que de alguna manera, el encontrarme en medio de la situación perdida que yo alenté a sumirse cada vez más y más en esa podredumbre, me ayuda a dar un sinuoso paso, a continuar de nuevo, a hurgar en el alma para sacar empuje y/o fuerza para terminar. No preguntes qué...
no tengo respuestas...

no voy a dar explicaciones...

no sé nada...

no tengo idea...

soy un necio...

un vago...
un vago...



...Y sin embargo, sé que me esta prohibido el desesperar o el abandonar la ruta: “hay que pertenecer siempre”, no saber por qué –quizá esa sea la razón de mi falta de respuestas o esmero- la circunstancia, a veces, no orilla, empuja a continuar a pesar del deseo de detenerse/ desasirse/ desahogarse/ desprenderse/ deshacerse/ despertarse/ desgranarse/ deshausiarse... convencerse a uno mismo que todo esta bien.

miércoles, diciembre 14, 2005

... y cochina circunstancia

Y sin elección alguna
Luz se expande en rededor,
Tengo un acta,
Tengo un nombre,
Tengo frío
Y la obligación
De esperar a que esta aciaga espera
Se termine
Y que por fin Cristo se mueva
Que la niebla no me alcance
Que la nausea no me roce
Que no me aburra la vanguardia
Que la línea no me agobie
Que no me mate la memoria.

Envuelto en pornografía
Entre odio y cotidiano
Miro la sal en la herida
Solo la ignoro y continúo
Esperando a que esta aciaga espera
Se termine
Y que por fin Cristo se mueva
Que la niebla no me alcance
Que la nausea no me roce
Que no me aburra la vanguardia
Que la línea no me agobie
Que no me mate la memoria.

Carne cruda y/o ceniza
Necedad del título,
Por la puerta de salida
Luz se expande en rededor
El pasillo se ilumina
Y conduce a un cuarto
Donde Cristo sigue inmóvil
Y la nausea inunda todo
Se respiran los fractales
Se pierde peso en la conciencia;
Quiero de vuelta mi prepucio
Mi transparencia y circunstancia
Para escupir la aciaga espera
Y dormir en el abismo
Sin aplausos ni rechiflas.
Que me olvide la vanguardia,
Regresar al otro día
Y morirme de otra cosa
No por la sal en la herida.

lunes, diciembre 12, 2005

De aciaga espera...

En espiral, se eleva la farsa
Para mostrar que existe sin razón de ser,
Como el presente
Que se instala e insiste en señalar al ausente.

No sé bien que es lo que pasa
Cuando transcurre el tiempo,
Prefiero el plomo del insomnio
Que el tormento del sueño
Prefiero estar lejos que tolerar
El curso de tantos días y tan vacíos,
Prefiero eso que rendirme
De una vez.

No tengo la más mínima intención
De quedarme a contemplar
Los restos de mi propia caída;
Me conmueve lo inútil que es saber que pasa cuando pasa el tiempo
No preguntes, yo aún espero respuesta.
De cierto sé, me esta prohibido
Desesperar; pertenecer siempre,
Atenerse al margen y no saber porque
La circunstancia empuja a seguir,
Continuar a pesar del deseo de apartarse,
Detenerse y de alguna manera
Creer que todo esta bien.

En espiral, se eleva la farsa,
Para mostrar que todo esta dicho
Que ya sólo es cuestión
De esperar
Desde ya sé bien
Que no podré.

viernes, diciembre 09, 2005

De espíritu (fragmentos de momentos pasados número 3)

He recibido una carta escrita con caligrafía infantil, llena de errores tachados con la premura de aquel que no quiere dejar ver aquello que brota puro –como el suspiro- y esconde su faz bajo la condescendencia.
En ella pueden leerse líneas como: “no pude llegar a la cima, por eso he decidido compartir mi culpa contigo”; y yo, me resigno al castigo por haber decidido que la magnitud de la culpa lo merece, muy a pesar de que se desconozcan las pruebas.
Sin jueces en el estrado, brinco y bailo como un mono, como pretendiendo que la timidez no existe; altos hombres, de largas capaz negras aplauden al ritmo de la danza loca que destilo por los poros, todos los agujeros de mi cuerpo gritan, callan, y gritan de nuevo, impacientes por saber la condena. “Es lo que tu quieras” susurran mis huesos cansados, y entonces las cadenas caen. Me vuelvo ligero, bailo ahora por las paredes y el techo, no hay limites para el condenado, aquel que se atreva siquiera a nombrar alguna regla será prontamente despedido. En este juzgado sólo hay espacio para espectadores; ¡Miren! Me he ensuciado la planta de los pies con el polvo del cielo raso. Al sacudirme, polvo de ángel brilla y cubre el espacio. ¡Inhalen todos! Siéntanse como en casa: sin complejos. ¡Bailen conmigo! Que el eterno tome su tiempo, nuestro será el mundo y sus porvenires, aunque sea sólo un momento. El más hermoso de mis espectadores sube, y nos fundimos en un abrazo –creo que nunca antes había abrazado a un hombre- resulta extraño, no puedo zafarme a pesar de mis esfuerzos. Estoy de vuelta en el suelo, ya no hay polvo en el aire pero sus efectos se sienten en el ambiente. La sensación de gravidez se torna incomoda, el pecho se siente hueco y las copas pesan, estoy vestido de nuevo –sin remedio- soy llevado afuera del recinto. Infinidad de columnas adornan los pasillos de aquel palacio de justicia y yo, miro el recorrido en el reflejo que de mí encuentro en el suelo y en los lustrosos pies de mis chaperones; altos son los grises en aquella naturaleza invertida, inconexa. No podría asegurar que aquello en el suelo sea sólo un reflejo, puesto que las formas se aparecen como manifestaciones de sueño en forma conciente, hay que aprovecharlas todas. Describo entonces la planta de los pies de mis guardias, cuyos surcos son caminos antiguos marcados por mucho más antiguos viajeros; andando sobre aquel suelo ajedrezado, la noche y el día se suceden a la velocidad de un paso y otro, la premura obliga a los habitantes de aquellos caminos a vivir mucho más aprisa que los hombres comunes. En apenas una docena de pasos he visto nacimientos, bodas, y funerales por centenares. Vidas que se acaban en un limitadísimo espacio, ninguno se da cuenta que el mundo es más grande que la colonia en que se nace, mucho más vasto que los imaginaros, bestiarios, prontuarios y demás arios interiores. Tristemente el mundo se acaba, y los pasos se vuelven más pronunciados, Andamos más aprisa con cada vuelta de esquina abusando de la juventud de mi cuerpo, puedo seguir el paso siempre y cuando no se me pida que sonría a la par que camino.
La trayectoria termina. Tomado por los brazos, la actitud punitiva de la pequeña pléyade que me condujo hasta la salida se suaviza, las vidas que antes vivían en un constante ir y venir de apenas unas cuantas horas disminuidas en pasos han quedado en temporal suspensión; creo que ese choque entre la velocidad y la imposibilidad física de un súbito detenerse ha vuelto loco a todo el mundo allá abajo; quisiera estar con ellos, pero antes debo cumplir mi castigo. Así que me paro derechito, bien erguido, presto a seguir el buen ejemplo del buen cristiano; más mi sorpresa es doble al encontrar que los golpes han sido cambiados por repentinas caricias; me arropan, espero un beso en la frente, en cambio, recibo una lagrima que quema mi rostro, lo deforma. Soy lanzado fuera, no sin antes recibir simplistas recomendaciones acerca del mundo. Busco agua para aliviar el escozor, los insultos me llevan por mal camino; para algunos ha de parecer divertidísimo el ver que en mi primer día como ser humano tome el camino equivocado, ya verán aquellos canallas, inventare los artilugios para trascender a las taxonomías.

¡Si tan sólo pudiera aliviar el ardor del rostro! ¿Es este el castigo esperado?: “Es lo que tu quieras” responden mis huesos cansados, comienzo a hartarme de ese necio parlotear.

Entre quimeras y maldiciones, aprendí el uso incorrecto del lenguaje. Nadie pensaría que yo soy aquel que alguna vez fue noble y fiel patriota de poderosos pulmones. Mis cantos ahora los guardo para las ocasiones en que pequeños coros formados de borrachos y otras gentes despreciables se junten para disfrutar del malestar bendito de los licores sin tasar. Los Dioses y los Demonios de los que días antes me había atrevido a hablar ahora vienen seguido a realizar orgías de lagrimas y letras; “ahora comprendo”, digo en cuando los veo llegar, “son en verdad los hombres los que deben respetar los motes para no caer del pequeño pedestal que es la condición humana” ellos asienten y, sonriendo, me dejan ver los músculos endurecidos que el peso de los motes humanos han dejado en su ser divino. No me equivoque del todo, eso me alegra un poco. Saber que lo largo del tiempo añejado en las barricas de la memoria tiene un incierto sabor de certeza que me llena de un confuso orgullo es rendirse a la mediocridad, alimentada mil veces por el humo que las deidades han venido a expirar. Ineludible dolor de cabeza, y del alma, y del gastado corazón. Los clichés se pintan de rojo y envuelven al anfitrión. La visión cromática de mí mismo me aterra, sin embargo, cambiarla resultaría contraproducente, los jueces pegarían de gritos por la falta de respeto a mis respectivos motes.
La experiencia orgiástica, aunada a lo gastado de mis pulmones, me deja rendido. No puedo dar más paso adelante sabiéndome dueño de una mascara tan horrible: mi rostro jamás sanó. Sin embargo, la costumbre impuso su orden y no me dio más alternativa que ser reconocido como el hombre de la eterna tristeza. Maldita sea la moda del molde, cambiar un poco de expresión significa la supresión de los viáticos, no quiero vivir con una eterna dosis de prozac para el alma.
Estoy decidido, me lanzare de cabeza al abismo que el jardinero dejó en la parte no cultivada del mundo. En mitad del descenso, recuerdo el vuelo, limitado, en la corte de justicia, la sensación de ingravidez se parece, lo mismo que la seguridad de que tendré que llegar al suelo alguna vez. Lo acepto, por tanto, seguro que me darán -esta vez- un poco más de tiempo en el aire.
Una vez en el fondo, recuerdo la carta que dio comienzo a todo esto, la letra sigue pareciéndome desconocida. Ahora ya no importa, ahora la gravedad comienza a hacer su trabajo, y el Universo -este mismo- continua, y me lleva consigo...

jueves, diciembre 01, 2005

Estos dias (tres)

Es de día, la luz se filtra por entre las ramas de los árboles, su palidez anuncia la llegada de festividades que de este lado del mar distan de ser solemnes. Es de día, y el frío, inusual, aunque no del todo sorpresivo, dicta quedamente las primeras odas a la muerta, la insulsa, la eterna olvidada, aquella que a gritos se hace presente, a gritos se desnuda, a gritos es olvidada; una muerta de todos y por todos negada en formas peculiarisimas.
La muerta se me ha quedado entre los ojos, a veces la siento en el pecho y otras en las piernas, los brazos pesan, es que llevo a la muerta en mi regazo, y si camino encorvado es por que arrastro muertos a mis espaldas, y a las espaldas del mundo, paseo con la vista perdida, como muerta; gris es mi espectro y, contagiado de la mediocridad del cromático/apático/carismático compañero, salgo a dar una vuelta a los pasillos so pena de no ser reconocido.
Aquella muerta –espectro gris- es la vida: la insulsa. Puedo saltar de alegría/ y llorar entonando ciertas canciones/ más no puedo seguir en la vía/ que trae herrumbre a los corazones. Puedo, seguir adelante –no sin cierto esfuerzo- salir avante en las cosas que la cotidianeidad signa como importantes. Puedo tomar arcilla fabricada con barro y sangre –ya lo he hecho antes- y construirme una máscara, puesto que son máscaras las expresiones que circundan el mundo y sus habitantes. A pesar de los detractores, todos ellos saben –puesto que todos hemos tenido la suerte de encontrarnos al menos uno- que siempre hay alguien esperando en la vuelta de una esquina para salir al paso y sonreír de la manera en que solo las máscaras sonríen, pero somos educados, y nos tratamos con la cordialidad que las relaciones pro vida exigen. Así se suceden las amabilidades, sólo unos cuantos detienen el curso de las hostilidades brillantes, sólo unos pocos para aclarar las cosas y saber, ¿qué? Como saberlo, lo único que queda en claro es que no podemos llevarnos bien con todo el mundo, lo acepto –no soy el único y sin embargo, ya tengo mi propia logia de seguidores- y el mundo brilla de nuevo ante las afirmaciones: cierto, utópico es pensar que seremos eternos entes sociables sólo por que a algún tipo se le ocurrió decir, hace ya mucho tiempo, que el hombre es un ente social por naturaleza.
Naturaleza. Natural es la tierra, el aire, el agua, el fuego. Natural es la luz que anuncia la llegada de un nuevo día. Natural es el hombre más no la materia sintética que le cubre del aire, le aísla los pies de la tierra, lo transporta a través del agua y le permite controlar el fuego, natural no es la línea metálica que le corrige los dientes o la otra línea, también metálica, que le corrige los modales. Natural es la curiosidad no así el morbo, que se invento cuando a alguien no le pareció simpático que alguien más le mirara el cuerpo desnudo por mucho tiempo; y creo la moral, y los tabúes, y la dependencia totémica... por meros gustos/fobias personales.
Natural es el hombre, si, pero no su entorno. La naturaleza –sagrada, inimitable- del hombre se parece más a un circulo incompleto que a una fiesta a la que todos están invitados. Pues el hombre –el genero, no adjetivo- debe ser, y no es; debe tener, y no tiene; debe estar, y siempre se encuentra en otro lado; en mayor o menor medida unos de otros, unos de los mismos, unos de aquellos, unos de los que están más lejos, y siempre, interminablemente, reunidos en pequeños gremios que no avanzan, no salen de sí más que un momento para olvidar aquel miasma fétido, para olvidar, aunque sea sólo un momento, la terrible naturaleza del ser incompleto que somos –todos- nosotros.
Eso puede explicar por que se dice que en la vida vamos “dando vueltas”, tumbos: todos somos círculos, incompletos, cierto, pero nuestra circunferencia es la suficiente para permitirnos rodar. Por eso la Decepción, por eso las Transfiguraciones, ambas son muestra fehaciente de la naturaleza humana, es ese inevitable ir y venir entre el ser y el no-ser particularizado, personalísimo. Es una muestra de carne viva deformada, puesta al fuego en un momento en el que el no-ser se matiza y forma lagunas particularmente difíciles de llenar; lagunas que siempre han estado ahí, y que sin embargo, permanecen en el anonimato hasta que el hombre se mira a sí mismo y se pregunta: “¿qué?, ¿por qué?”. Es entonces cuando, herramienta en mano, se lanza a una búsqueda interna de respuestas que, por lo regular, tienen mal formuladas las preguntas. Ello, de manera jocosa, me ha dado otro título, otra etiqueta, el de “la neta”, cuando la neta, es que nunca quise andar por ahí lanzando netas dogmáticas. Pero quién puede controlar el flujo de las circunstancias. Quién entre todos los aquí presentes podría adelantarse un paso –uno sólo- y arrojar la piedra, refutar lo dicho, admitir que el de las alucinaciones no es el camino correcto. Sé que habrá muchos detractores –la gente bonita- y que muchos de esos muchos se aventuraran al debate y entre sus razones se encontrara la razón como argumento: “la razón pura, o pura razón, decide si quieres más o ya´stuvo” Así que una ves más, me quedo solo, con mis razones, enjuiciado -¡por sobre todas las cosas!- pero la verdad, no importa, no mucho, puesto que desde hace algún tiempo las cosas me habían quedado “tan claras como el agua” y tan de golpe como “las piedras cuando caen al río”: Soy protagonista de la masa anónima, lo sé –y siempre solo- sólo que a veces se me olvida.

Tantas palabras para decir nada o para no conseguir nada; tal ves después de la muerte –la verdadera muerte- Mientras tanto, tratar de encontrar el sentido a esta muerta es el sentido que rige mis días, estos días. Estos días se terminan y comienzan en un pestañeo, un instante, “es el eterno retorno” diría un alemán, uno muy famoso, de esos que el tiempo abriga y los hace imperecederos. Así, de esa naturaleza, son los momentos, los instantes. Es en el preciso instante del instante en que recuerdo la voz, el grito que enmarca tu eterno mutismo, ese instante que nos construimos a partir de melancolías, y te mandaba al encuentro de Dios, para que pudieras pedir por aquello que en aquellos días considerabas importante –¿recuerdas?- antes de eso tu ya acostumbrabas construir momentos en los que envuelta en silencios gritabas:

Hay un silencio
Que nosotros hablamos

Y sin dejar de lado los silencios, dejamos que los instantes “se prolonguen o no duren” nos inventamos “respetuosas distancias” para no transformarnos o que nos transformen, para no ser moldes, sino de la desesperanza, moldes del nombre, o del hombre. Todo esto es simple replica a los juicios, a las necedades. Es cierto, la vida es un eterno circulo, los cambios suceden y en un instante se vuelve al punto de inicio. Basta de la alegría de estar alegre, he vuelto.
He vuelto, y conmigo traigo los prejuicios que pude recoger en mi loca cabalgata para dejarlos caer -peso muerto- sobre la cabeza de aquel que apenas se atreva a cuestionar mis acciones, inocuo acto, beligerancia escrita en pergamino; temo que jamás podré sublevarme a las taxonomias; que jamás escuchare palabras de aliento en los días de buen humor; mucho me temo que estos días deban volver como las parvadas en la primavera. Es el invierno, al fin el invierno.
Es invierno, los días llegan al termino del ciclo, Ditra yuga. Es invierno, los grises del ambiente me cobijan, me hacen parte de ellos. El frío y la noche se tornan el lugar menos inhóspito; a veces brilla el sol, tal vez por eso mi corazón, mi inescrutable corazón, sea como el clima del país que le vio crecer. Es invierno, tiempo de muerte, y sin idea de las proximidades, ya sean reales o no, del equinoccio, viviré esta muerte sin contar los pasos que faltan para cruzar la puesta que conduce a otro pasillo que lleva a otra puerta... sin pretender que las etiquetas se amolden a la persona que la gente –así se le dice en abstracto- se ha inventado, tomare los instantes –cada uno- y dependiendo de su valor o su nulidad, los atesorare o los despreciare, para construirme un pequeño lugar de descanso, una casa, un lugar donde “pueda descansar la cabeza”, sin moldes, sin juicios, pero siempre atento a las voces –eternas, bellísimas- sin sonido, tan sólo para sentir menos el abandono.

Y entre tantas voces, una sonara por encima de ellas, aquella que en blanco de pulpa dice:

Hay un silencio
Que nosotros hablamos,
Donde hay una comunión de sentidos,
Y los ojos no son necesarios
Para ver.
La angustia que sientes tu la siento yo,
El temor a la ceguera ajena,
Y las ganas de gritar:
¡aquí estoy!





México.
Marzo - Noviembre de 2001

miércoles, noviembre 30, 2005

Estos días (dos)

La sabiduría popular se hace presente y dicta: “El tiempo no perdona”. El tiempo entonces abre los ojos ante la afirmación y ríe con sorna, y sigue su marcha bailando a un lento y pausado compás.

Tic, tac, tic, tac...

Eso no es el tiempo, o una campana. Es un demonio que no pertenece a la naturaleza divina y nos mira desde su pedestal de supuesta importancia, y sonríe imbécil a cada hora. Nadie escapa a su influjo.
Sonrisa multiplicada por millones en una rutina programa por quiensabequién que ahora es nuestro dogma. Lento tic, tac que no es alcanzable o equiparable a los atletas cotidianos que dan saltos furiosos, corren como gacelas olímpicas y sudan para tratar de ganar a las doce horas que tienen por contrincante y nunca lo logran; y yo, yo que no soy persona obsesionada con el tiempo tengo tres relojes a los que atender. Tres relojes, aquellos que me signan como persona: uno, el reloj de las obligaciones auto impuestas, es el reloj que todos tenemos en casa, el que nos hace levantar cada mañana y nos obliga a correr entre los autos, esquivando a las personas que tienen menos prisa que nosotros, el que nos dice la hora para comer, para llegar, para irnos, el que nos dice que día es idóneo para salir a pasear, para organizar una fiesta o simplemente salir con las amistades, el que nos manda a la cama por que es tarde y al otro día hay que levantarse temprano para llegar a tiempo, aunque para eso siempre se tenga que salir corriendo a esquivar autos y personas que tienen menos prisa que nosotros y así cada día de cada semana, de cada mes, de cada año... Tic, tac, tic, tac.
Otro reloj, que parece ser igual que el anterior, marca las horas de las festividades cuando estas llegan, y cuando se repiten. Las nueve, las once, las doce, las tres; noche, mañana o tarde; a.m., p.m.. antes de la muerte o post mortem; debo disculparme por las nomenclaturas inventadas, es solo el animo que me causa el celebrar una fiesta que en otros años fue la misma, el mismo día y a la misma hora; y si, acepto que es el orden el que nos trae libertad, pero ese mismo orden ahora me parece perverso pues el tiempo corre y sin embargo las fiestas siempre se repiten y en la última en la que estuve presente tuve que partir, pues la sensación de círculos temporales me hartaron ad nauseam. Y tuve que gritar para saber que estoy equivocado; grito y no encuentro ecos, no de inmediato; y entonces la certeza de que alguien esta mal, yo o los demás. Tal vez sea yo quien este equivocado, tal vez el tiempo –lo que en estos días llaman el tiempo- de verdad sea circular, y solo sea alguna especie de psicosis la que me ataca y me hace ver el tiempo como una línea recta, deformada por la necesidad humana de aferrarse a algo vivo. Sí, tal vez sea yo el equivocado, autor de errores –y horrores- que cree que algo anda mal por tener que celebrar una fiesta que aparentemente es la misma y sin embargo, su reflejo en el espejo le dice que tal vez, y solo tal vez, algo en verdad esta mal, pues el reflejo diario muestra siempre la misma imagen, siempre, inevitablemente yo, y a pesar de ello, nunca el mismo... Tic, tac, tic, tac.
La cotidianeidad y sus reglas, los pasos del baile que todos sabemos, la fiesta a la que todos estamos invitados, la única reunión en la que todos estamos presentes; la cotidianeidad es la promesa de que las utopías tal vez puedan hallar un modo de ser realidades, pues es la cotidianeidad la reguladora mas efectiva del hombre y sus congéneres –todos ellos- porque en el andar cotidiano nadie es mejor que nadie, a todos nos asiste la razón, o podemos estar equivocados en la misma medida. Sí, ahora estoy convencido; yo estoy mal pero tu también lo estas, todos nosotros. De nada nos sirve saber, o tener conciencia de todos los amos a los que debemos servir –por que nadie escapa a ello- si pensamos que el acatar las reglas nos mantendrá a salvo, o cuerdos, o vivos. No es perversa aquella máxima optimista que dice: “hay que vivir la vida” por que lo único sensato que podemos hacer es vivir con ahínco o sin el, pero vivir, vivir y jamás perder la perspectiva de que se vive para morir. Por eso la imagen en el espejo parece engañosa, cada día que pasa, cada hora; cada momento vivido me acerca un poco más a mi muerte; la imagen parece siempre la misma pero dejo de ser quien era en el instante mismo en que creo ser. Este es mi tercer reloj, el que sin ser lo que demás llaman vida regula la vida –o la muerte. No, sería un error tratar de asignarle un nombre como “reloj de la vida”, o “de la muerte”, o que sé yo. Pues tal sería querer separarlos y eso es imposible por que vida y muerte son una misma cosa. Lo que quita la vida trae vida, lo que invita a la muerte no es la muerte. Ahora estoy un poco más tranquilo; la posibilidad de morir no me asusta más, sin embargo, me inquieta. Por que entre tantas reflexiones siempre atraviesa tu imagen cualquier campo en que me este moviendo, y bailas. Bailas a aquel pausado compás del tic-tac, y en tus labios una sonrisa. Sé que te burlas de la cotidianeidad, o acaso de aquellos que en ella se pasean y se rinden al impulso de seguir el ritmo del reloj, y bailan por que no saben que más hacer; sé que sabes que sé que te burlas, y tal vez también te burles de mí, por cualquier cosa, cualquier nimiedad que no es más que un fragmento de mí, de ti, o de cualquiera de nosotros, los convidados a la fiestadediario. Te burlas por que te escapas de la reunión cuando quieres, aún que haya veces en que tu misma te encuentres rendida y sumida en el ir y venir de los demás, te burlas por que sabes que siempre puedes cambiar de ritmo –ya lo haz hecho antes- pero por ahora, prefieres seguir el ritmo establecido y burlarte de aquello donde nada es importante y todo vale la pena. Concédeme esta pieza, bailemos de manera ridícula, vamos tropezando con los demás, no importa, mañana habrá otro baile, entonces quizá sigamos el ritmo, de momento bailemos, inventémonos un momento por que tal vez no quedan muchos, no lo sé. Baila, baila, déjame festejar cada paso, cada movimiento; pidamos disculpas al unísono y volvamos a empezar; derecha, izquierda, adelante y una vuelta, o dos, o más. Baila, no te detengas; dime si me esperas. Dime para que pueda esperar sin inquietud a la muerte, a mi muerte. Dime que me esperas para tener argumentos y pedir una prorroga; dime que me esperas para no morirme.
Tic tac, tic tac.

Bailemos, ahora al lento compás del reloj.

Es tarde, el reloj de las responsabilidades dice que es hora de dormir, el reloj de las festividades dice que esta no es una fecha importante, el reloj que no tiene nombre dice que no haga caso a ninguno y que siga con la catarsis, o el vomito, o cualquier cosa que se supone que sea lo que escribo; es hora de continuar ahora que las imágenes se han ido. Es hora de detenerse cuando las imágenes se vayan para siempre, dejar de escribir cuando para divagar necesite de un método. Es hora de poner en claro que estoy haciendo; por qué, para qué, para quién. Tomo los sucesos de los últimos días y les invento un sentido, para que estos días puedan pasar con la mínima certeza de que algo habrá de bueno en ellos. ¿Algo? Cualquier cosa. Cualquier nimiedad, de dolor, de alegría, de tristeza ¡De algo, caramba, pero que no se sucedan vacíos! Basta, basta del tema, basta de ver los días como un sin-sentido o como la perdición de los congéneres o el acabose de mi misma persona. ¿Por qué o desde cuando me volví tan importante?
Me volví importante en el momento en que me quede solo.
Es tarde, el reloj –cualquiera- aconseja sabiamente abogar por el descanso, debo dormir. Partir a esta hora de desencanto... es de noche.