martes, diciembre 20, 2005

Críptico/empático II

Antes.

Ahora mismo.

El oficio reclama la atención de los aprendices, antes me negaba a la aceptación, ahora me niego a la resignación, pues no soy tan fuerte.
Ahora en el mundo, un fugaz vistazo parece suficiente para justificar el miedo. Miedo a las costumbres, a las sintonías: mía es una completa y total anacronía; este lugar es un palmo lejos de mis andares. La pretendida no-pertenencia dejó caer su velo; sin elección alguna, la luz se expande en rededor, punto que crece, se extiende y trama abarcar actas y nombres a los cuales estoy inscrito por antonomasia costumbrista; me doy cuenta de que efectivamente nunca camine estos suelos, pero es el riesgo, el riesgoso placer por el riesgo el que me obliga a quedarme, a tragarme todas las quejas y aprender a andar por los obtusos rumbos de esta comuna indolente llena de gente insolente, gente insumisa, y también gente bonita; gente irreverente, gente irrelevante, y también gente bonita; gente pretenciosa, gente que no pretende más que gastar tiempo y energía, gente que no parece gente por su animadversión a la demás gente... y también gente bonita. Y yo, yo encajo un poco en cada uno de esos grupos y me da igual.
Y eso no lo sabía; no sabía que entre tantos caracteres pudiera encontrar tantos canales, tantos caminos. No veía el vasto cúmulo de posibilidades, la infinidad de círculos concéntricos. No imaginaba la locura empotrada en la eterna pared blanca que se eleva al cielo, baja, y se eleva otra vez; nunca me vi entre tantos y tantos hombres. Cada grupo, y cada miembro representaba una senda, las direcciones, aunque disímbolas, están conectadas en un punto común que también se expande, da saltos de cabeza en cabeza, y que tiene el encanto suficiente como para dejarse llevar por ella, y de esa forma, arrastrado, me encuentro un momento que no es más que la representación generalizada de aquello a lo que alguna vez demostré asco, y me doy asco. Por creer que no soy diferente a ninguno cuando ninguno no existe; por pensarme inmerso en letanías de las actas y los nombres; por creerme sumido en la baba de la obligación de esperar a que esta aciaga espera se termine y que por fin Cristo se mueva; que la niebla no me alcance, que la nausea no me roce, que la línea no me agobie, que no me aburra la vanguardia, que no me mate esta memoria anclada a su lugar en el mundo –pues por alguna razón, las cosas y las personas se encuentran ocupando un lugar que se supone les corresponde.
Tal como una orden, las cosas truenan durante la noche para acomodarse en su sitio. Entre sueños nos ubicamos en el plano al que pertenecemos, no hablando de rutinas o un rumbo establecido como cualquier lugar que se torna imagen y los hombres imagen de aquel lugar, aquí no, aquí están las mañanas pintadas de sepia y dorados y alejadas de convenciones en las que la lluvia se abre paso a través de las hojas de un árbol enorme, sauce llorón que cubre la periferia con destellos de una grandeza en violetas y amarillos translucidos, y que resguarda a una y a todas las parejas en este lugar del mundo. Un momento, un minuto, un chasquido de dedos, un clamor de ventana cerrada, un hilito dorado y un súbito frío que marca el fin de el tronar del cuerpo, despierto, caigo en cuenta, o eso creo, exaspero, prolifero, desespero en determinados días, a determinadas horas, el panorama cambia. Las cosas pasan a una velocidad tan cansadamente monótona, que su única ventaja es la posibilidad de ver pasar cada segundo monstruosamente vivo: cada lugar, cada objeto esta adiestrado, rodeado de un haz de luz al que me he vuelto sensible, así veo el rastro que deja la gente y las manecillas al andar, la breve aura de los vegetales, el pequeño resplandor de los gestos y sus múltiplos y submúltiplos; las probabilidades engañan, los gestos se resumen en décimas que son eternidades, más nunca infinitos. Me explico: cada mirada al exterior es un círculo que se abre y se cierra, en el se dibujan los campos y las probabilidades, se abre el espacio. Este círculo dura tanto en apariencia que sobra el tiempo para ver todo el rededor, y el fondo es interminable, interminable... pero no infinito. Simple variante del absurdo que se repite a lapsos aleatorios, la arbitrariedad se expande en los límites de cada uno y los hace propios; esto, por supuesto, tiene un nombre: desencanto, y este, a su vez, da paso a una siléptica y oportunamente brillante analogía que me permite mover. Me muevo. Doy delicados pasos en los límites de mí que todos conocen –o al menos son tan marcados que todos pueden mirarlos; es como andar sobre la orla de un tatami. Este lugar en el mundo sólo puede encontrarse en el momento y el espacio que un servidor ocupe: este lugar soy yo. Este mundo se aparece tan vasto en el texto y tan pequeño en el aire que resulta fácilmente olvidable, eclipsado por el banal carisma de las formulas tan comprobadas del mundillo externo. El desprecio esta sobrado; la física es cierta: el universo se expande, hace tanto que es infinito, más no el gestos, ¡ah!, el gesto; este merece un aplauso por haber perdurado tanto tiempo en la memoria de la mundial generalidad. El engaño, la estafa, el cuatro más perdurable, el ejemplo de la mentira que, de ser contada millones de veces, se torna verdad. El gesto y su precisión que da clara faz a la presencia innegable, omnipresente, de un con-texto ad-junto a un sitio en determinados días, a determinadas horas; nombrado hace ya tanto tiempo que sin memoria de donde ya conocemos el gesto antes de que alguien le nombre. Seres empáticos a fin de cuentas, poca importancia damos a la mínima cantidad de gestos necesarios para conocer, o para tan sólo dar un vistazo al mundo contiguo. Sobran las personas, faltan gestos, faltan interpretaciones. O acaso el orden esta mal. Posiblemente sobren los gestos y las interpretaciones; o falten personas para interpretar los gestos; o las personas que interpretan los gestos están de sobra; o falta una interpretación para el gesto de la persona crípticamente triste, aquella que viste de un vivo color rojo, o amarillo, que anda exageradamente erguida, exageradamente seria, exageradamente hierática, exageradamente triste; que alza los hombros a la par que sonríe, y que no sonríe cuando bromea; que no llora; que la noche se le ha echado encima en los ojos; que protesta con energía y que con la misma energía es juzgada, y la primera persona en hacerlo es ella misma, generalmente. A este cuadro, tan conocido ya, ¿qué le sobra? ¿Qué le falta al escenario? Dónde están las interpretaciones; dónde los rostros de los interpretadores; y dónde sus gestos. Todos ellos se ocultan en la seguridad de la intemporalidad. Nada falta y nada sobra. Todo está como debiera. Y sólo por eso me atrevo a descomponer, a faltar a la orden. A la persona alegre la vestiré de negro y le daré una garganta capaz de beber largos tragos de amargo licor, para que inmediatamente después de eso puedan proferir la más feroz de las carcajadas; junto a ella, pondré a la crípticamente triste a mostrar como la viveza de sus colores brillan de muerte entre los negros ideáticos de grandes grupos de supuestos misántropos. Y sus gestos serán los más discordes, inexpugnables. No habrá identidad. Los concilios se mostraran incómodos, quizá hasta profieran injurias, no importa, pues la tendencia natural de las cosas se mostrara cuan grande es. Todo en el futuro y a futuro que se muestre presente como el medio envuelto en pornografía y odio cotidiano; como esa espera que no culmina y sigue en espera de que esta aciaga espera se termine; carne cruda y/o ceniza de re-nombre y recuerdo patente, necesidad de títulos taxonómicos y/o mobiliarios que desprenden clasificaciones y no acepta divergencias ni delirios. El orden pone nuevo orden y manda los términos a un archivo fácilmente identificable. Identidad entonces es lo mismo, pero también lo que me hace diferente. Identidad es: el conjunto de características que hacen identificables a una persona de otra. Y lo dicho, lo mismo y lo otro se unen en un punto común y dan sustento a una estructura sin desorden; estoy en medio del fugaz vistazo y cayendo en cuenta de la identidad, y del carácter, me encuentro enfilando mis pasos a un pasillo que conduce a un cuarto donde Cristo sigue inmóvil y la nausea inunda todo; donde el carácter es la identidad –de cada uno- y no la habilidad –de cada quien- de pelear con medio mundo; donde puedo exigir a grito pelado que me sea devuelto mi prepucio sin tener que escuchar argumentos teológico/sanitarios acerca de la asepsia de la mutilación; donde puedo sentarme a descansar debajo de ese árbol enorme de hojas color violeta y amarillo traslucido que dejan al descubierto mi propia transparencia sin temor a ser juzgado, donde la circunstancia es mía y mía es la elección de quedarme a dar vueltas en el abismo que el jardinero dejó en la parte no cultivada del mundo, y poder dormir ahí dentro y despertar sin recibir aplausos o rechiflas; que me olvide la vanguardia, que cada radio y televisor chillen el fin de sus transmisiones, que cada libro sea reescrito y releído y revivido; que esta catarsis suceda, quiero sacarlo todo, quiero olvidarlo todo, aprenderlo todo, vivir de nuevo, morirme de otra cosa, no por la sal en la herida.

Es gracioso, justo ahora, rodeado de almas que dan gritos apelando a la vida y su capacidad de vivirla, quedo convencido de que estos serían capaces de marchar hombro con hombro, pasando encima de quien fuese necesario sólo para hacer saber al mundo que a ellos: les causan gracia las reglas, aún a pesar de estar tan apegados a ellas; ellos, que son capaces de “vivir al máximo” sólo por que algún día van a morir o por que no saben que otra cosa hacer con su vida, además de demostrar, a punta de sombrerazos, claro está, que son personas de carácter. A estos los contemplaran los más pasivos, quienes estarán hombro con hombro, marchando detrás y observando, sonriendo ante las acciones que les resultan hilarantes; y yo, ídem. Porque no pude hacerlo, aún no puedo sublevarme. Las categorías juegan un papel que envuelve y signa, y nadie sale librado de las etiquetas. En los grupos hay cupo, es el modo de vida, el camino al olvido. Las vacantes son inevitablemente ocupadas por la simple y sencilla razón de que hay vacantes, y hay hombres, y mujeres; todos danzan dibujando trayectorias en zigzag entre una línea de árboles que es frontera entre la asepsia y la maldad, todos andan buscando espejos/reflejos que son las maneras más fáciles y más cómodas de terminar la danza. El reflejo es la categoría, la falsa identidad. Entre tantos, la trascendencia se niega y el tiempo se anega. Entre tantos lo común se vuelve necesario. Entre tantos el único se pierde y lo irrepetible aparece como el chiste sádico de algún distinguido amargado, y el grupo crece, engrosa sus filas con pobres adeptos, ignorantes de su destino. Y así encontramos a estos o aquellos, y a los demás, ¡y somos tantos!. ¡Me estanco en un mote!, ¡me ahogo!. Trato de huir o esconderme, trato de no salir desilusionado y de no desilusionar a nadie; los demás están conmigo, comparten mi misma suerte; unos conciente de ello, otros simplemente están. Están por que no saben hacer otra cosa; el ocio no fue para ellos motivo de observación, si no de tortura, el ocio fue castigo inocuo en una sociedad punitiva, acostumbrada al miedo, agachada por causa del cansancio y conformista por el abandono. Las condolencias son comunes por aquí, las condolencias son costumbre y fama –o tal es su objetivo- forman historias, clisés, y cualquier cantidad de lugares comunes.

El más desgraciado se lleva las palmas.






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