jueves, diciembre 01, 2005

Estos dias (tres)

Es de día, la luz se filtra por entre las ramas de los árboles, su palidez anuncia la llegada de festividades que de este lado del mar distan de ser solemnes. Es de día, y el frío, inusual, aunque no del todo sorpresivo, dicta quedamente las primeras odas a la muerta, la insulsa, la eterna olvidada, aquella que a gritos se hace presente, a gritos se desnuda, a gritos es olvidada; una muerta de todos y por todos negada en formas peculiarisimas.
La muerta se me ha quedado entre los ojos, a veces la siento en el pecho y otras en las piernas, los brazos pesan, es que llevo a la muerta en mi regazo, y si camino encorvado es por que arrastro muertos a mis espaldas, y a las espaldas del mundo, paseo con la vista perdida, como muerta; gris es mi espectro y, contagiado de la mediocridad del cromático/apático/carismático compañero, salgo a dar una vuelta a los pasillos so pena de no ser reconocido.
Aquella muerta –espectro gris- es la vida: la insulsa. Puedo saltar de alegría/ y llorar entonando ciertas canciones/ más no puedo seguir en la vía/ que trae herrumbre a los corazones. Puedo, seguir adelante –no sin cierto esfuerzo- salir avante en las cosas que la cotidianeidad signa como importantes. Puedo tomar arcilla fabricada con barro y sangre –ya lo he hecho antes- y construirme una máscara, puesto que son máscaras las expresiones que circundan el mundo y sus habitantes. A pesar de los detractores, todos ellos saben –puesto que todos hemos tenido la suerte de encontrarnos al menos uno- que siempre hay alguien esperando en la vuelta de una esquina para salir al paso y sonreír de la manera en que solo las máscaras sonríen, pero somos educados, y nos tratamos con la cordialidad que las relaciones pro vida exigen. Así se suceden las amabilidades, sólo unos cuantos detienen el curso de las hostilidades brillantes, sólo unos pocos para aclarar las cosas y saber, ¿qué? Como saberlo, lo único que queda en claro es que no podemos llevarnos bien con todo el mundo, lo acepto –no soy el único y sin embargo, ya tengo mi propia logia de seguidores- y el mundo brilla de nuevo ante las afirmaciones: cierto, utópico es pensar que seremos eternos entes sociables sólo por que a algún tipo se le ocurrió decir, hace ya mucho tiempo, que el hombre es un ente social por naturaleza.
Naturaleza. Natural es la tierra, el aire, el agua, el fuego. Natural es la luz que anuncia la llegada de un nuevo día. Natural es el hombre más no la materia sintética que le cubre del aire, le aísla los pies de la tierra, lo transporta a través del agua y le permite controlar el fuego, natural no es la línea metálica que le corrige los dientes o la otra línea, también metálica, que le corrige los modales. Natural es la curiosidad no así el morbo, que se invento cuando a alguien no le pareció simpático que alguien más le mirara el cuerpo desnudo por mucho tiempo; y creo la moral, y los tabúes, y la dependencia totémica... por meros gustos/fobias personales.
Natural es el hombre, si, pero no su entorno. La naturaleza –sagrada, inimitable- del hombre se parece más a un circulo incompleto que a una fiesta a la que todos están invitados. Pues el hombre –el genero, no adjetivo- debe ser, y no es; debe tener, y no tiene; debe estar, y siempre se encuentra en otro lado; en mayor o menor medida unos de otros, unos de los mismos, unos de aquellos, unos de los que están más lejos, y siempre, interminablemente, reunidos en pequeños gremios que no avanzan, no salen de sí más que un momento para olvidar aquel miasma fétido, para olvidar, aunque sea sólo un momento, la terrible naturaleza del ser incompleto que somos –todos- nosotros.
Eso puede explicar por que se dice que en la vida vamos “dando vueltas”, tumbos: todos somos círculos, incompletos, cierto, pero nuestra circunferencia es la suficiente para permitirnos rodar. Por eso la Decepción, por eso las Transfiguraciones, ambas son muestra fehaciente de la naturaleza humana, es ese inevitable ir y venir entre el ser y el no-ser particularizado, personalísimo. Es una muestra de carne viva deformada, puesta al fuego en un momento en el que el no-ser se matiza y forma lagunas particularmente difíciles de llenar; lagunas que siempre han estado ahí, y que sin embargo, permanecen en el anonimato hasta que el hombre se mira a sí mismo y se pregunta: “¿qué?, ¿por qué?”. Es entonces cuando, herramienta en mano, se lanza a una búsqueda interna de respuestas que, por lo regular, tienen mal formuladas las preguntas. Ello, de manera jocosa, me ha dado otro título, otra etiqueta, el de “la neta”, cuando la neta, es que nunca quise andar por ahí lanzando netas dogmáticas. Pero quién puede controlar el flujo de las circunstancias. Quién entre todos los aquí presentes podría adelantarse un paso –uno sólo- y arrojar la piedra, refutar lo dicho, admitir que el de las alucinaciones no es el camino correcto. Sé que habrá muchos detractores –la gente bonita- y que muchos de esos muchos se aventuraran al debate y entre sus razones se encontrara la razón como argumento: “la razón pura, o pura razón, decide si quieres más o ya´stuvo” Así que una ves más, me quedo solo, con mis razones, enjuiciado -¡por sobre todas las cosas!- pero la verdad, no importa, no mucho, puesto que desde hace algún tiempo las cosas me habían quedado “tan claras como el agua” y tan de golpe como “las piedras cuando caen al río”: Soy protagonista de la masa anónima, lo sé –y siempre solo- sólo que a veces se me olvida.

Tantas palabras para decir nada o para no conseguir nada; tal ves después de la muerte –la verdadera muerte- Mientras tanto, tratar de encontrar el sentido a esta muerta es el sentido que rige mis días, estos días. Estos días se terminan y comienzan en un pestañeo, un instante, “es el eterno retorno” diría un alemán, uno muy famoso, de esos que el tiempo abriga y los hace imperecederos. Así, de esa naturaleza, son los momentos, los instantes. Es en el preciso instante del instante en que recuerdo la voz, el grito que enmarca tu eterno mutismo, ese instante que nos construimos a partir de melancolías, y te mandaba al encuentro de Dios, para que pudieras pedir por aquello que en aquellos días considerabas importante –¿recuerdas?- antes de eso tu ya acostumbrabas construir momentos en los que envuelta en silencios gritabas:

Hay un silencio
Que nosotros hablamos

Y sin dejar de lado los silencios, dejamos que los instantes “se prolonguen o no duren” nos inventamos “respetuosas distancias” para no transformarnos o que nos transformen, para no ser moldes, sino de la desesperanza, moldes del nombre, o del hombre. Todo esto es simple replica a los juicios, a las necedades. Es cierto, la vida es un eterno circulo, los cambios suceden y en un instante se vuelve al punto de inicio. Basta de la alegría de estar alegre, he vuelto.
He vuelto, y conmigo traigo los prejuicios que pude recoger en mi loca cabalgata para dejarlos caer -peso muerto- sobre la cabeza de aquel que apenas se atreva a cuestionar mis acciones, inocuo acto, beligerancia escrita en pergamino; temo que jamás podré sublevarme a las taxonomias; que jamás escuchare palabras de aliento en los días de buen humor; mucho me temo que estos días deban volver como las parvadas en la primavera. Es el invierno, al fin el invierno.
Es invierno, los días llegan al termino del ciclo, Ditra yuga. Es invierno, los grises del ambiente me cobijan, me hacen parte de ellos. El frío y la noche se tornan el lugar menos inhóspito; a veces brilla el sol, tal vez por eso mi corazón, mi inescrutable corazón, sea como el clima del país que le vio crecer. Es invierno, tiempo de muerte, y sin idea de las proximidades, ya sean reales o no, del equinoccio, viviré esta muerte sin contar los pasos que faltan para cruzar la puesta que conduce a otro pasillo que lleva a otra puerta... sin pretender que las etiquetas se amolden a la persona que la gente –así se le dice en abstracto- se ha inventado, tomare los instantes –cada uno- y dependiendo de su valor o su nulidad, los atesorare o los despreciare, para construirme un pequeño lugar de descanso, una casa, un lugar donde “pueda descansar la cabeza”, sin moldes, sin juicios, pero siempre atento a las voces –eternas, bellísimas- sin sonido, tan sólo para sentir menos el abandono.

Y entre tantas voces, una sonara por encima de ellas, aquella que en blanco de pulpa dice:

Hay un silencio
Que nosotros hablamos,
Donde hay una comunión de sentidos,
Y los ojos no son necesarios
Para ver.
La angustia que sientes tu la siento yo,
El temor a la ceguera ajena,
Y las ganas de gritar:
¡aquí estoy!





México.
Marzo - Noviembre de 2001

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