lunes, enero 16, 2006

Mis ojos descansaron el tiempo suficiente para verte claramente, cuando pasabas frente a mi…
Y me quede ahí, como clavado al suelo, pero mi alma fue detrás de ti, pregunto tu nombre a una transeúnte y no o supo, pero le recomendó seguir detrás de ti a preguntarte directamente: ¿Cómo podré llamarte, amor, sin que el aire se lleve mi aliento?
“Llámame amor, no temas, que en mi mar no naufragarás de noche”

Y al otro día me encontré a mi mismo, naufrago de tu cuerpo, de tu espíritu; naufrago de tu voz que alimentaba cada emoción mía y la hacía película gris en vilo y precario equilibrio en mis ojos. Naufrago de razón, pues perdí el sentido de las palabras y muchas cosas; naufrago de sentidos, ciego, sordo, completamente inútil para lo cotidiano, pero experimentando en mi el recuerdo tuyo hasta que se fue gastando. Tenías todos los rostros y ninguno, la medida de tus labios marcaban el ritmo de cada beso practicado en el aire y la promesa del rescate marcando distancias incognoscibles. Naufrago haciendo a vela, improvisando cada respiro, cada palabra, reaprendiendo todo y pretendiendo comenzar aquí una nueva civilización que rompa el flujo histórico, que consuma en llamas cada letra impresa sin motivo, que destruya cada página plena de gimoteos y llantos en tono agudo, y con ese tono beligerante regresar a este lado del mundo, un tanto solo, pero dispuesto a dar fiera pelea por la conquista de este espacio perdido, espacio mío, pero tuyo cuando, apenas abrir la puerta, me topo con tu recuerdo que abre la ventana –la misma por donde saltara la muerte hace tanto tiempo- y se despide para lanzarse al vació de neones y luces traseras y camiones de carga y velas rotas.
Cerré la ventana; el aire frío se quedo a beberse un café conmigo.

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